Massimo se despertó tarde esa mañana, desorientado, con la sensación de que el sueño había sido más real que la propia realidad. Había soñado con Alba, claro que sí. En ese sueño, ella le sonreía, con los ojos brillantes, le extendía la mano y le decía que lo perdonaba. Pero justo cuando iba a tocarla, cuando sus dedos estaban a punto de alcanzarla, el sueño se desvanecía como el humo.
Despertar y recordar que todo había sido una invención de su mente lo dejó con una angustia insólita, con una culpa pegada al pecho que se negaba a soltarlo. Se vistió con calma, se peinó como siempre, pero su reflejo en el espejo le pareció el de un extraño.
—Eres un idiota, Massimo —se dijo en voz baja. —Un idiota que destruyó a la mujer que más lo amó.
Había perdido tanto tiempo... Había desperdiciado cada oportunidad de construir algo con ella. Había creído a ciegas en Lía, y ahora cada día la voz de su conciencia se parecía más a la de su hijo.
Recordó la charla con Fabri. El niño lo había dejado s