La risa de Kiara fue lo primero que Alba escuchó aquella tarde. La niña corría tras el cachorro entre los arbustos, descalza y despeinada, mientras Luca y Fabri la animaban con gritos de júbilo. Alba los observaba desde el porche, con una taza de té tibio entre las manos y el alma respirando por fin algo parecido a paz.
La casa nueva era sencilla, blanca por fuera, con ventanales amplios y un porche de madera que crujía bajo sus pies. Al frente, los viñedos se extendían como un mar verde bajo el sol dorado de la tarde. Era su refugio, lejos del bullicio, de la prensa, de los recuerdos. Ahí, solo vivían personas que hablaban de uvas, fermentación y cosechas, no de escándalos, traiciones o juicios de divorcio y eso era exactamente lo que ella necesitaba.
—¿Mamá? —La voz de Fabrizio la hizo volver de su ensueño—¿Te puedo habalr?
Dijo el niño con educación antes de niño sentarse a su lado con el cachorro dormido entre los brazos. Sus ojos, grandes y oscuros como los de su padre, la miraba