Cuando Adrián regresó a la habitación, yo acababa de colgar el teléfono.
Al ver la sonrisa en mis labios, se quedó paralizado por un instante, como si aquella sonrisa le hubiera golpeado el pecho de improvisto.
… ¿Cuánto tiempo había pasado desde la ultima vez que Susana le sonreía así, de forma tan sincera?
Él devoró con la mirada aquella sonrisa, deseando preguntar con quién había hablado.
Pero no debía acercarse.
Tenía que ir a cantarle nanas al bebé de Lilian.
Adrián supuso que sería alguna llamada de un pariente.
Tomó los documentos que necesitaba y, sin mirar atrás, dijo,
—Susana, tengo asuntos de la familia. Mañana vendré a verte.
Pero ni mañana, ni pasado, ni al tercer día apareció.
En cambio, recibía constantemente videos que me enviaban los curiosos de la familia: Adrián y Lilian en reuniones de la alta sociedad, como si me lo restregaran en la cara.
Él la presentaba con orgullo, mientras ella, radiante, se aferraba a su brazo, como si fuera la verdadera esposa.
El día que me dieron el alta, Adrián publicó en Instagram nueve fotos perfectamente tomadas:
al atardecer, en un globo aerostático, él y Lilian se miraban desde las alturas, sus dedos entrelazados.
Parecían felices y libres.
Comenté en su publicación:
“Que tengan muchos hijos, una vida larga… y toda la felicidad que yo ya no espero.”
Diez minutos después, Adrián me llamó una y otra vez.
No contesté.
Media hora más tarde, sola, terminé los trámites de salida del hospital.
En la entrada de maternidad, me encontré con Adrián y Lilian.
Escuché a la enfermera decirle a Lilian,
—Señorita Lilian, qué suerte tiene. Su esposo la adora, la acompaña a cada revisión.
Hasta manda cubrir las esquinas con telas para que no se golpee, pone mantas en la camilla para que no sienta frío… incluso insiste en cargarla en brazos para que no camine.
Las embarazadas a su alrededor la miraban con envidia.
Yo, agotada, solo quería conservar algo de dignidad y marcharme sin hacer ruido.
Me escabullí, intentando pasar desapercibida.
Pero Adrián giró y entrecerró los ojos.
—¿Susana? ¿Por qué estás aquí?
En realidad, quería preguntar: ¿Por qué no contestas mis llamadas? ¿Qué significa tu comentario?
Antes de que continuara, bajé la cabeza y respondí,
—No los estaba siguiendo, de verdad fue coincidencia… Perdón , no quería incomodar, ya me voy.
—Espera.
Cuando frunció el ceño y pronunció esa palabra, vi en los ojos de Lilian una sombra de celos.
Se aferró más a su brazo, aunque mantenía una sonrisa dulce.
—Susana, gracias por donarme sangre. Sin ti, seguiría mareada.
—Adrián, ¿podrías pedirle que vuelva con nosotros?
Su tono sonaba inocente.
Pero su mirada, no tanto.
Adrián me miró fijamente, como si quisiera leer algo en mí, y murmuró,
—Como digas, Lilian.
Iba a regresar a recoger mis cosas, pero no rechacé la “amabilidad” de Lilian.
En el asiento trasero del brillante Ferrari negro, mantuve la vista fija en la ventana, viendo la ciudad pasar borrosa.
Entonces lo vi, escondido bajo el asiento:
una lencería de encaje, rota en dos y aún húmeda.
Lilian se tapó la boca, fingiendo sorpresa.
—¡Ay! ¿Cómo sigue esto aquí?
—Adrián ¿no dijiste que ya lo habías tirado?
Apreté los dientes, mis uñas clavándose en la palma.
Lilian, mordiéndose los labios, se acurrucó en el pecho de Adrián, dándole golpecitos coquetos.
Él reía bajo, diciendo que era su culpa, mientras me observaba de reojo, buscando una reacción.
Me mantuve impasible, devolviéndole la mirada sin emoción.
Adrián apartó los ojos, su actitud hacia Lilian se volvió fría, como si toda esa escena hubiera sido montada para arrancarme una reacción… y al ver que no sentí nada, el actor se quedó sin guion ni motivo.
A mitad del trayecto, dijo de repente,
—Susana, desde que subiste al coche no has dejado de mirar el móvil.
En el retrovisor, sus ojos se entrecerraron, su tono cargado de sospecha,
—¿Chateas con ese pariente o con alguien que no conozco?