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La mañana siguiente llegó con Elena en la cocina, preparando el desayuno. Como si fuera su casa. Como si tuviera derecho.

Valeria entró, encontrándola vestida con ropa deportiva ajustada, cantando suavemente en ruso. Aleksandr estaba en la barra, tomando café, viéndola con una expresión que Valeria no pudo descifrar.

—Buenos días —dijo Elena alegremente—. Espero que no te importe. Hice panqueques. Recuerdo que a Aleksandr le encantan.

—No sabía que recordabas —respondió Aleksandr.

—Recuerdo muchas cosas. Como que te gusta el café negro, sin azúcar. Y que odias las mañanas hasta que tienes cafeína en tu sistema.

Tocó su hombro al pasar, gesto aparentemente inocente, pero cargado de familiaridad.

Valeria sintió una punzada de celos, pero la tragó. No le daría a Elena la satisfacción de verla reaccionar.

—¿Dónde está Marina? —preguntó, sirviéndose café.

—Le di la mañana libre. Pensé que podría cocinar para variar.

—Qué considerada.

—Solo trato de ayudar. Después de todo, somos familia aho
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