14. Su debilidad y Castigo

Apenas crucé el umbral, su mirada se clavó en mí como una llama antigua que nunca se había apagado. Sentí que el aire se espesaba, que las paredes se cerraban lentamente sobre nosotros. Él dio un último sorbo a su copa y, con una leve inclinación de cabeza, habló con voz firme:

—Déjennos solos.

Los guardaespaldas no dudaron. Uno a uno salieron en silencio, como sombras obedientes, cerrando la puerta tras de sí. El sonido del seguro al encajarse me heló la sangre.

Ahora estábamos solos.

Él dejó la copa sobre la mesa, caminó despacio hacia mí. Sus pasos eran lentos, medidos, como si cada uno marcara un compás que solo él entendía.

—Te he estado buscando, Victoria —dijo con esa voz grave que parecía abrazarme y romperme al mismo tiempo—. Cada día. Cada maldito segundo desde aquella noche.

Mis labios temblaron, pero me obligué a mantenerme firme. La garganta me ardía de tanto contener el grito. Lo miré directamente, aunque la máscara negra que cubría la mitad de su rostro me impedía leerl
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