Elizabeth. -
Llegué a la mansión dónde nos tenían recluidas desde hace ya una semana. Miraba mi reloj y por lo menos hice un buen tiempo, con la respiración agitada, después de ejercitarme por más de una hora por la cancha de atletismo acondicionada para todas las candidatas. Me derrumbé, sentándome en uno de los escalones mientras me esforzaba por recuperar el aliento. Inhalando lentamente y botando el aire por la boca. El frío de la mañana de Chicago comenzaba a calarme los huesos, por lo que tomé la botella y bebí un buen sorbo de agua para entrar y darme una buena ducha. Hoy sería otro día agotador.
Estaba a punto de levantarme, cuando fui sorprendida por la inusual visita de mi padre. Está de pie frente a mí, con ese porte imponente que siempre he respetado, mientras me mira de pies a cabeza y lanza el peor chiste que le he escuchado en la vida.
— Este es tu mundo, Elizabeth. Eres igual a tu madre – no sé si reírme o llorar por lo que acaba de decir, lo amo, aunque no esté de