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Capítulo 4: Ecos en la Oscuridad

El bosque de Andhal se extendía como un laberinto interminable, sus sombras estirándose como dedos espectrales bajo la pálida luz de la luna. Rhea avanzaba con cautela, su respiración controlada, el calor de su marca aún latente en su piel. No era solo el peso de su recién descubierta identidad lo que cargaba en ese momento, sino la presencia invisible que sentía acechándola desde los rincones más oscuros del bosque.

No estaba sola.

No había visto a nadie, pero el instinto —ese que había comenzado a despertar junto con el fuego dentro de ella— le decía que la observaban. Como si ojos desconocidos la siguieran, en silencio, esperando.

El Templo de la Llama Eterna no estaba lejos. Rhea lo sabía no porque hubiera visto su silueta recortándose contra la noche, sino porque cada fibra de su ser la atraía hacia él. Su marca ardía con una fuerza creciente, como si el templo la estuviera llamando.

Avanzó entre la maleza, sus pasos cada vez más ligeros, más rápidos. La necesidad de respuestas impulsaba sus movimientos, pero no podía ignorar la sensación de ser seguida.

Fue entonces cuando lo vio.

No una figura, ni un rostro, sino algo más sutil. Un rastro.

Las hojas estaban aplastadas en el suelo, pero no por el viento ni por su propio andar. Huellas. Marcas recientes, como si alguien hubiera estado caminando por ese mismo sendero poco antes que ella. Pero no eran huellas comunes. Eran más profundas, firmes, el paso de alguien con propósito, alguien que sabía a dónde iba.

El aire se volvió más frío.

Rhea se detuvo.

Giró lentamente, sus ojos dorados buscando en la penumbra alguna señal. Nada. Solo el silencio sofocante del bosque. Pero su cuerpo seguía alerta. Algo, alguien, estaba allí. Observándola.

No podía arriesgarse a quedarse quieta.

La marca en su espalda palpitó y Rhea continuó avanzando, pero ahora con un nuevo pensamiento clavado en su mente: no era la única que se dirigía al templo.

---

El camino se estrechaba. La vegetación crecía de forma irregular, cubriendo la tierra como un manto viviente. Rhea pasó bajo las raíces retorcidas de un árbol caído, su respiración acompasada con el sonido del viento.

A medida que se acercaba al templo, el bosque comenzó a cambiar. La sensación de ser observada no desapareció, pero algo más se sumó a la atmósfera: una energía pesada, casi palpable. Como si Andhal estuviera vigilando su entrada, esperando para ponerla a prueba.

La luz lunar se filtró entre las ramas, revelando un espacio más abierto. En el centro, rodeado por piedras cubiertas de runas antiguas, se erguía el Templo de la Llama Eterna.

Era inmenso. Más de lo que Rhea había imaginado. Una estructura oscura, hecha de roca volcánica ennegrecida, con columnas retorcidas que parecían elevarse hacia el cielo como lenguas de fuego petrificadas. El suelo estaba cubierto de cenizas, y el aire tenía un olor peculiar: a fuego, pero no a uno reciente. Como si las llamas hubieran ardido allí durante siglos y su rastro aún se aferrara al mundo.

Rhea dio un paso hacia la entrada.

El calor aumentó.

La marca en su espalda reaccionó, su ardor extendiéndose por sus venas como una segunda piel.

Entonces, lo escuchó.

Un susurro. Apenas un murmullo, pero suficiente para que su cuerpo se tensara.

No estaba sola.

Giró rápidamente, su mirada buscando entre la bruma oscura del bosque. Nada. Pero el susurro había estado allí, en el aire, en su mente.

Se dio cuenta de algo.

Había dos presencias.

Una pertenecía al templo.

La otra…

Era diferente.

Era alguien más. Alguien que también la había estado siguiendo.

Rhea apretó los dientes, su corazón latiendo con fuerza. La sensación de peligro y anticipación la rodeaba, envolviéndola en un halo de incertidumbre.

Finalmente, avanzó hacia la entrada del templo.

Las puertas eran enormes, de hierro negro, marcadas con símbolos que parecían brillar con vida propia. No tuvo que tocarlas. Apenas se acercó, se abrieron solas, revelando el interior sumido en una penumbra dorada.

El fuego aún ardía dentro.

Respiró profundamente y cruzó el umbral.

Mientras lo hacía, no pudo evitar pensar en el otro viajero en el bosque.

El que dejaba huellas.

El que la observaba sin mostrarse.

El que, de alguna manera, la esperaba.

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