Como amigos.

Lisandro llegó puntual al consultorio de Valentina. Cuando la puerta se abrió, se quedó sin palabras.

Valentina estaba frente a él, con una blusa color marfil y el cabello suelto. No era un atuendo provocador, pero había algo en su porte, esa calma profesional, esa seguridad al caminar que lo desarmó más que cualquier vestido.

—Estás… distinta —alcanzó a decir antes de corregirse con una sonrisa torpe—. Bella, quise decir.

Ella lo miró con una expresión neutral, aunque en sus ojos titiló un brillo leve, casi imperceptible.

—Gracias, señor Elizalde. Tome asiento —respondió con tono clínico, invitándolo a la silla frente a su escritorio—. ¿En qué puedo ayudarlo?

Lisandro se acomodó, inquieto. Por primera vez en mucho tiempo, no tenía preparado un discurso. No sabía seducir a una terapeuta. No sabía cómo ser paciente.

—Supongo que no tengo arreglo —empezó con una media sonrisa amarga—. He hecho demasiadas cosas mal.

—¿Cómo cuáles? —preguntó Valentina, cruzando una pierna sobre la otra, s
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