Mundo ficciónIniciar sesiónAmelia sintió que el corazón le daba un vuelco. Trató de disimularlo, tragó saliva, respiró hondo.
—¿Por qué lo preguntas, mi amor?
Teo frunció el ceño, claramente incómodo.
—Mamá, eso no es una respuesta, es otra pregunta. Yo pregunté primero. —Su voz sonó firme, sin rabia, pero con la lógica cortante que lo caracterizaba—. ¿Es o no es mi papá?
Ella titubeó. Cerró los ojos por un instante, con el alma apretada entre la culpa y el instinto de protección. Se agachó a su altura y le tomó las manitas con ternura.
—Ese hombre, no es parte de nuestra vida, Teo. Lo importante ahora es que estamos aquí, tú y yo, y vamos a estar bien.
Teo asintió apenas, pero su mirada no era la de un niño común. Observaba, analizaba, conectaba piezas.
—Está bien. Pero si no es parte de nuestra vida… ¿por qué te hizo temblar las manos?
Amelia sintió que se le quebraba algo por dentro. Iba a responder, pero Teo no se detuvo.
—Mamá… —insistió con firmeza, como si estuviera frente a una ecuación incompleta—. ¿Por qué nunca me hablas de mi papá? ¿Por qué siempre cambias de tema o me dices que es suficiente con solo tenerte? Todos los niños tienen un papá. ¿Por qué yo no? ¿Qué estás ocultando?
—Teo, por favor… —murmuró ella, esquivando su mirada.
—No soy un bebé. Tengo cinco años y un coeficiente que no me permite aceptar explicaciones vagas. No te estoy pidiendo una mentira, mamá. Te estoy pidiendo la verdad.
—La verdad es que te amo con todo mi corazón —susurró Amelia, acariciándole el rostro—. Y que nunca dejaré que nadie te haga daño.
—Eso no responde a mi pregunta —dijo él, bajando la vista con decepción—. Nunca lo haces.
Ella lo abrazó con fuerza, conteniendo el temblor de su cuerpo mientras la ciudad, allá afuera, seguía brillando como si nada estuviera a punto de cambiar.
—Algún día —prometió en voz baja—. Te lo contaré todo. Pero no hoy, Teo. No hoy.
El niño no dijo más. Se quedó en silencio, pero decidió que iba a averiguar todo sobre su papá.
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Amelia llegó temprano a las nuevas instalaciones de la fundación. Teo caminaba a su lado, con la mirada llena de asombro al contemplar la ciudad desde lo alto. La vista desde el piso veintisiete era simplemente deslumbrante.—Mira, mamá… —susurró con voz baja pero emocionada—. ¿Alguno de esos techos será el lugar donde aterrizan los drones? ¿O tal vez donde cultivan energía solar?
Amelia sonrió mientras lo ayudaba a quitarse la mochila.
—Podría ser, genio. Luego investigamos juntos, ¿sí?
Él asintió muy serio y se acomodó en un rincón de la oficina de Amelia, sacando un libro de robótica de su mochila. Un niño genio, sí. Pero seguía siendo un niño.
Un asistente se acercó a Amelia.
—Señora Navarro, el señor Balmaceda ya está en la sala de juntas.
—Gracias —respondió Amelia, enseguida dirigió su mirada a Teo—, no te muevas de aquí —solicitó.
El niño asintió con la cabeza. Amelia salió de la oficina, cruzó el pasillo con pasos firmes.
Cuando la puerta se abrió, Iker Balmaceda, que revisaba su móvil de pie junto al ventanal, alzó la mirada con la intención de conocer a la anciana directora de la fundación. Pero entonces la vio y el mundo se detuvo.
Sus ojos ámbar intensos, felinos, se clavaron en la mujer que acababa de entrar, y un latido desbocado le sacudió el pecho.
Ella Elegante. Con un porte distinguido y sereno. Cabello suelto que enmarcaba un rostro delicado, figura esbelta enfundada en un conjunto sobrio, pero sensual. Y esos ojos. Esos ojos azul grisáceo que jamás había podido olvidar.
Era ella. La mujer del bar.
La mujer que había buscado en sueños, en recuerdos, en cada mirada perdida en la multitud. La que desapareció sin dejar rastro después de una noche que le cambió la vida.
—¿Tú? —susurró con voz ronca, incrédula y llena de asombro—. Amelia Navarro… Eres tú. Eres la mujer del bar. La de esa noche, hace años. ¿Lo recuerdas?
Amelia se detuvo en seco.
El tiempo pareció congelarse a su alrededor. El corazón le golpeó el pecho con fuerza y un escalofrío le recorrió la espalda.
«¿Cómo olvidar esa noche?»
Aunque los recuerdos eran vagos, difusos, lo que sí permanecía grabado en su piel era la forma en que ese hombre la había hecho sentir. La calidez de sus caricias, la seguridad de sus brazos, la pasión desbordada de unos besos que aún la hacían estremecer. Había sido una sola noche, un error impulsivo, pero inolvidable.
Y ahora lo tenía otra vez frente a ella como si el destino hubiera querido volverlos a reencontrar.
Alto. Imponente. De hombros anchos y espalda recta. La piel clara, el cabello castaño claro ligeramente ondulado, perfectamente despeinado con un aire de rebeldía elegante. Su rostro era atractivo, con líneas firmes y bien delineadas, mandíbula marcada, labios definidos. Pero lo más perturbador eran sus ojos: ámbar profundo, los mismos que la habían atravesado en aquella noche prohibida, los mismos que ahora la miraban con asombro, deseo y reconocimiento. Los mismos ojos de… Teo.
Amelia tragó saliva. Su nombre en boca de él la envolvía como un secreto revelado. Intentó mantener la compostura, aunque por dentro el caos la arrastraba sin piedad.
—Señor Balmaceda, me confunde con otra mujer… —murmuró, aún sin moverse, con la voz más débil de lo que hubiera querido.
Pero Iker dio un paso al frente, con su mirada fija en ella como si acabara de encontrar un tesoro perdido.
—No me equivoco —dijo con gravedad, pero sin dureza—. Nunca olvidaría esos ojos.
—Me temo que está equivocado de persona —insistió ella intentando mostrar firmeza en su respuesta aunque por dentro temblaba.
Él frunció el ceño, desistió ante ella, pero en su mente no. Estaba seguro de que era ella.
—Tal vez… —dijo, con una sonrisa que no convencía ni a él mismo—, pero te pareces demasiado a alguien que no he podido olvidar.
Ella desvió la mirada. Se sentó, encendió su computador, y fingió concentración, aunque las manos le temblaban ligeramente sobre el teclado.
—Revisamos muchas propuestas, pero la del Grupo Balmaceda fue la que más nos llamó la atención —dijo, recuperando su tono profesional—. Me interesa que me explique a fondo los alcances del programa.
Iker asintió, aunque sus ojos no se apartaban de ella. Comenzó a hablar, deslizando las diapositivas en la pantalla de la sala.
—Lo que proponemos es un sistema de estimulación cognitiva basado en inteligencia artificial. Pensado para niños con altas capacidades, que suelen quedar fuera de los modelos educativos tradicionales. Queremos construir un entorno que se adapte a cada niño: su velocidad, su estilo de aprendizaje, su sensibilidad emocional.
Amelia asentía, pero su mente iba y venía entre las palabras técnicas y la forma en que él la observaba. Cada tanto, sentía esa mirada clavarse en su rostro como una caricia contenida. Ella intentaba evitarlo, enfocándose en los gráficos de la pantalla, pero sus pensamientos no dejaban de retroceder a esa noche, a ese cuerpo, a esa voz.
—El sistema incluye módulos de realidad aumentada, IA emocional, mentoría virtual, y una aplicación exclusiva para padres —continuó él, con seguridad—. Buscamos potenciar, pero también proteger. Que los niños no se sientan aislados por ser diferentes. Que desarrollen su potencial sin perder su esencia.
Amelia tragó saliva. Él no lo sabía, pero estaba hablando de Teo.
Y esa certeza la estremecía.
—¿Y qué tipo de perfiles se beneficiarían más? —preguntó, intentando disimular su distracción.
—Niños con coeficientes altos, pero también con hipersensibilidad emocional, necesidad de desafíos constantes, o bloqueos por sobreestimulación. Nuestro algoritmo evalúa en tiempo real su estado mental, y adapta la experiencia.
Ella no podía evitarlo. Lo admiraba. El proyecto era brillante. Y el hombre aún más.
—Impresionante —murmuró.
—Gracias —respondió él sin dejar de mirarla—. Pero lo más impresionante es que tú estés aquí. Después de tanto tiempo.
Amelia bajó la vista.
Su cuerpo recordaba lo que su voluntad negaba. Y su corazón, por más que lo negara, acababa de reconocer al hombre que le cambió la vida sin saberlo.
Ella tragó saliva. Enderezó la postura.
—Estamos aquí por trabajo —dijo, obligando a su voz a sonar firme—. Y me parece bien que firmemos un acuerdo. Que quede todo claro desde el principio.
Iker la observó con atención, reconociendo el escudo tras sus palabras. Esa mujer no era la misma de aquella noche, o quizás sí, pero ahora cargaba una coraza.
—Perfecto. Estoy listo para firmar lo que sea —dijo, con una media sonrisa que dejaba entrever algo más que simple profesionalismo.
De pronto afuera de la oficina se escuchaban gritos, era la voz de la asistente de Amelia diciendo:
—No puede pasar…
Ambos se pusieron de pie instintivamente, tensos.
La puerta se abrió de golpe.
—¡No firmes nada, Amelia! —exclamó Lisandro Elizalde—. Yo también tengo una propuesta.







