El silencio dentro del auto era mortal.
La admisión tácita de Lisandro seguía repitiéndose como un cuchillo desafilado en la mente de Amelia, cortando despacio, pero sin descanso. El aire entre ellos era irrespirable, y aun así, él parecía tranquilo. Como si nada hubiese pasado.
De repente, ella soltó una risa baja, cargada de incredulidad y autodesprecio.
—Cinco años... Lisandro, llevo cinco años contigo...
Lisandro no apartó la vista del camino. Su respuesta fue tan cortante como un cristal.
—¿Y qué? Te he dado todo lo que una señora Elizalde puede tener: una vida cómoda, estabilidad, reconocimiento social. Amelia, ¿qué más quieres? ¿Vas a hacer una escena ahora?
—¿Qué más quiero? —repitió ella, con un temblor en la voz—. No lo sé… tal vez respeto. No sentir que soy algo que exhibes y manipulas. Que me ames por quién soy y no por lo que me exiges mostrar ante tus amistades.
—¿Otra vez con eso? —resopló él, irritado—. Pensé que ya habías superado esa tontería del banquete. No me hagas perder tiempo con sentimentalismos.
Cada palabra era una piedra más en el hundimiento emocional que Amelia apenas comenzaba a procesar.
Cuando el auto entró al garaje, ella bajó con torpeza. Su cuerpo actuaba por instinto, pero su mente estaba en otra parte.
Subió las escaleras sin decir palabra, con el corazón oprimido y los pensamientos desbordados. Apenas cruzó la puerta de la habitación, giró la llave y se encerró.
Lisandro, subió las escaleras despacio como si no le importara el estado emocional de su esposa. Desde el otro lado, golpeó con firmeza.
—Cuando se te pase el berrinche, hablaremos. Estaré en el despacho.
Y sin más, se alejó dejando tras de sí el eco de su desprecio.
Amelia respiró hondo, luchando por no dejarse derrumbar.
Se sentó en el borde de la cama, se abrazó así misma empezó a llorar. Luego se levantó se miró al espejo y empezó a arrancarse la ropa lujosa que llevaba, como si con eso pudiera quitarse el dolor de lo que sentía.
Se dirigió al armario a buscar en algunas valijas la ropa que solía usar antes de casarse con Lisandro, sin embargo al fondo, encontró una caja de madera que le llamó la atención, enseguida la sacó, la abrió y encontró algo que no esperaba: dos frascos oscuros, uno ya a la mitad y otro nuevo, idéntico.
Frunció el ceño. No eran botes comunes. Algo en la etiqueta le hizo inclinarse.
Tomó ambos frascos y comparó. El nombre científico estaba impreso en letra pequeña. No era algo que reconociera de inmediato.
Impulsada por una corazonada, sacó su móvil y buscó el nombre.
El resultado le heló la sangre, eran…
Un zumbido ensordecedor le inundó los oídos. Su respiración se volvió errática. Su piel se erizó de horror, de rabia, de traición.
Se vistió con lo primero que encontró. Bajó de inmediato. Caminó por el pasillo como un fantasma, impulsada por el fuego que le ardía por dentro.
Abrió la puerta del despacho de golpe. Lisandro alzó la vista desde su computadora, molesto.
—¿Qué haces irrumpiendo así?
Ella le lanzó los frascos sobre el escritorio.
—¿Qué demonios es esto?
—Vitaminas —respondió él sin pestañear—, las que siempre te doy para que te sigas conservando joven, hermosa y saludable.
—¡Mentira! —gritó ella, con la voz quebrada—. ¡Son anticonceptivos! ¿Por qué me has hecho esto? ¿¡Por qué!?
Lisandro se levantó con calma. Se aflojó la corbata, como si la conversación le resultara incómoda, pero no importante.
—Ya que lo sabes, mejor —respondió con tono glacial—. Ahora no es el momento para un hijo, afectaría tu figura, no quiero una ballena embarazada, sino una mujer hermosa con quien lucir en los eventos. Un hijo arruinaría mis planes. Es mejor para todos.
—¿Mejor para todos? —repitió Amelia, como si acabara de escuchar la broma más cruel del mundo.
Alzó el frasco y con toda su fuerza se lo lanzó. El bote lo golpeó en el pecho, las tabletas se esparcieron por el suelo como símbolos de una maternidad robada.
—¡Tú sabías perfectamente! —sollozó—. ¡Sabías que lo que más quería era un hijo! ¿Cómo pudiste hacerme esto?
Su cuerpo temblaba, su rostro estaba empapado en lágrimas y su voz se quebraba con cada palabra.
—No hagas tanto drama por eso, más adelante tendremos hijos. Claro cuando yo lo decida.
Él la miró sin remordimiento alguno. Y entonces, Amelia comprendió. Aquello no era una equivocación. Fue una traición planeada con precisión quirúrgica.
—¡Lisandro, no eres humano! ¡Eres un monstruo!
Lisandro, golpeado por el frasco, palideció de manera alarmante. Su rostro se contrajo en una mueca de sorpresa y rabia contenida.
Dio un paso hacia adelante y aferró la muñeca delgada de Amelia con una fuerza brutal, tan intensa que un crujido sordo hizo temer que se la rompiera.
—¡Amelia, ya basta! —rugió, con la voz rasgada por la furia, los ojos inyectados de sangre, intentando someterla con ese tono que siempre había bastado para silenciarla—. ¡Sin un hijo, sigues siendo la envidiada Sra. Elizalde! ¡Puedo darte todo lo que quieras, dinero, joyas, viajes, excepto un hijo! ¡Sé obediente!
—¿¿Obediente? ¿La envidiada Sra. Elizalde? —Amelia alzó el rostro, empapado en lágrimas. Su barbilla temblaba, pero no apartó la mirada. Sus ojos, encendidos como brasas, ardían con una furia nunca antes vista: era como ver el renacer después de haberlo perdido todo, el coraje nacido del abismo—. ¡No me interesa! ¡Que sea la Sra. Elizalde quien quiera! ¡Nos divorciamos!