Cap. 3: Divorcio inmediato.

La palabra “divorcio” estalló como dinamita en medio de la habitación. Fue un trueno seco, definitivo.

 

Lisandro se quedó paralizado. Parpadeó una vez, y luego otra, como si no pudiera procesar lo que acababa de oír. 

El mundo pareció detenerse un segundo. Entonces, su expresión se transformó en una máscara de desprecio. 

La jaló hacia él con violencia, aferrándola por los hombros, como si pudiera retenerla a la fuerza. Su mirada era puro veneno, dura, cruel, venenosa.

 

—¿Divorcio? ¿Y sin mí qué puedes hacer? —espetó con una voz baja, peligrosa—. ¿Con qué vas a vivir? Ya estás acostumbrada a todo esto. Sin la familia Elizalde, Amelia, no eres nada. ¿Quién va a fijarse en ti?

 

Cada palabra fue lanzada como un cuchillo, con la intención clara de destruirla. No era solo arrogancia: era miedo disfrazado de dominio.

 

Pero Amelia sonrió. Era una sonrisa quebrada, triste y, sin embargo, poderosa. La sonrisa de quien ha sido desangrada por dentro, pero aún de pie seguía respirando.

 

—Sí, no soy nada. Pero es mejor que ser tu trofeo hipócrita. ¡Que me uses como una herramienta de reproducción! ¡Lisandro, prefiero no tener nada antes que seguir contigo!

 

—¡No te atrevas! —bramó Lisandro, desbordado por la pérdida de control. Jamás imaginó que aquella mujer, sumisa como un cordero durante años, se atrevería a rebelarse hasta ese punto. Avanzó con furia ciega, sujetándola con fuerza por los brazos, inmovilizándola contra su pecho mientras ella intentaba zafarse con desesperación.

 

De pronto, se inclinó e intentó besarla a la fuerza. Su acción no era un gesto de amor, sino una imposición brutal, un castigo cargado de rabia.

 

—¿Quieres un hijo? ¡Está bien! ¡Te doy uno ahora mismo! Con un hijo, veré cómo sigues con tu berrinche —espetó, con voz dura, violenta, como si eso fuera una condena más que un regalo.

 

Amelia, ultrajada por sus palabras y por su invasión, estalló. Todo el amor que alguna vez sintió se transformó en odio puro. Pataleó, forcejeó con furia, luchando por liberarse de su agarre. Las lágrimas ardían en sus mejillas, pero ya no eran de tristeza, sino de repulsión.

 

Justo cuando los labios de él estuvieron a punto de tocarla, Amelia logró liberar una mano y con toda su fuerza y rabia contenida…

 

¡Paf!

 

Le cruzó la cara con una bofetada sonora, directa, firme.

 

El tiempo pareció congelarse.

 

Lisandro, con la cabeza ladeada, tenía la marca de sus dedos grabada en la mejilla. Lentamente, giró el rostro hacia ella, incrédulo. En sus ojos se agolpaban la conmoción, la rabia, la furia oscura. Nadie lo había desafiado así. Nunca. Y menos aún… su esposa.

 

Amelia jadeaba. Su pecho subía y bajaba violentamente. Le ardía la palma de la mano, pero su mirada era clara, desafiante, sin rastro de miedo.

 

—Lisandro, no me toques. Me das asco —pronunció con una calma feroz, palabra por palabra.

 

Lisandro se tocó la mejilla ardiente. Su mirada era tan gélida que parecía capaz de destruirla en mil pedazos.

 

—Bien. Muy bien. Amelia, recuerda lo que dijiste e hiciste hoy.

 

La soltó de golpe. Retrocedió un paso, se arregló la chaqueta con frialdad y recuperó su habitual porte altivo, como si nada de lo anterior hubiera sucedido.

 

Entonces, sin titubeos, Lisandro fue hacia el escritorio, abrió un cajón y extrajo un sobre manila. De su interior sacó un fajo de papeles cuidadosamente ordenados. Con un gesto seco los arrojó sobre la mesa frente a ella.

 

—Siempre he sido un hombre precavido e imaginé que un día podría pasar esto, que te rebelarías en mi contra. Y yo no admito detractores en mi vida. Aquí está el divorcio —anunció, sin emoción—. Los tuve listos desde hace mucho, solo falta que los firmes.

 

Amelia sintió un vacío abrirse en el centro del pecho, como si el aire se le escapara de golpe.

 

«¿Desde hace mucho...?»

 

 Las palabras le golpearon más fuerte que cualquier grito. Apretó los puños. Su rostro, pálido, reflejaba el estremecimiento interior, pero no permitió que las lágrimas afloraran.

 

—Eres un…

 

—Un hombre de negocios —interrumpió él—, pero te daré la última oportunidad, si empezamos de cero, seguirás teniendo privilegios, pero si decides firmar, lo perderás todo, te irás sin nada de esta casa, te quedas en la calle.

 

Amelia lo miró a los ojos sin decir nada.  Temblando, se acercó a la mesa, como si sus piernas no le respondieran del todo. Tomó la pluma con manos heladas, dudó un segundo… y entonces, con un trazo firme, estampó su nombre. Al terminar, soltó la pluma como quien arroja una cadena rota. Su corazón dolía, pero sus ojos ardían con la fuerza de quien decide no mirar atrás.

 

—Prefiero quedarme en la calle a seguir siendo un objeto más en tu vida…

 

 

Lisandro tomó los documentos, los guardó con precisión quirúrgica, como si todo fuera un simple trámite corporativo. Y al alzar la vista, lanzó su última daga.

 

—Vete —escupió con desdén—. Ya que tienes tanto carácter, vete con lo puesto. Veré cómo sobrevives sin mí. No lo olvides: fuiste tú quien rogó por irse. No vengas después arrodillada a suplicarme.

 

Amelia lo miró una última vez. A ese hombre que durante seis años había amado. Ese hombre que ahora le resultaba irreconocible. Y a esa jaula dorada que se había convertido en su prisión.

 

No dijo nada más. Se dio la vuelta, alzó la cabeza con dignidad y caminó hacia la puerta, paso a paso.

 

No empacó nada. Solo tomó su pasaporte, su documento de identidad y una pequeña cartera.

 

Cuando salió por la puerta principal de la villa hacia la noche fría, no miró atrás.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP