Cinco años de matrimonio... y lo único que conseguí fue oír cómo me llamaba su "trofeo".
La luz de las arañas de cristal estallaba en destellos sobre copas de champán y bordados de seda. El salón vibraba con risas moderadas y discursos suaves.
Amelia Navarro lucía un vestido de raso blanco perlado con el collar de diamantes sobre su clavícula —el mismo que su esposo le había obsequiado en una subasta el mes pasado.
Sonreía como tantas veces lo había hecho en los innumerables eventos e interpretaba el papel de la esposa perfecta.
A su lado, Lisandro, su esposo, conversaba con soltura, deslizándose con naturalidad entre figuras de influencia.
Amelia lo admiraba. Lo había hecho desde que tenía veinte años. Para ella, él era el centro de su mundo. Todo en él irradiaba seguridad, prestigio, éxito.
Amelia captó el fugaz destello de orgullo en los ojos de Lisandro cuando oyó a los demás elogiar a su esposa, y una sonrisa se dibujó en sus labios.
Durante cinco años había aprendido a leer sus gestos, a actuar según sus silencios. Sabía cuándo acercarse, cuándo callar, cuándo retirarse sin hacer ruido.
Lo amaba y sabía que él también.
De repente, sintió una punzada en los tobillos y se inclinó levemente hacia él.
—Voy a tomar un poco de aire —murmuró.
Lisandro no giró el rostro. Solo asintió, apenas, mientras reía con un senador.
El gesto fue tan breve como una aprobación administrativa. Pero para Amelia, bastaba.
Cruzó el salón con elegancia medida, la misma que Lisandro le había enseñado a perfeccionar.Empujó suavemente las puertas de cristal que daban a la terraza. El aire nocturno acarició su rostro y por un momento, respiró con libertad.
Estuvo unos minutos ahí contemplando el anochecer, luego fue al tocador y al regresar justo cuando iba a empujar una de las puertas una voz familiar y grave la detuvo en seco.
—Vamos, Gerardo —decía con una risa breve—, no me vengas con eso de la “felicidad conyugal”… Eso suena bonito en discursos, pero en la vida real no funciona.
Era Lisandro.
Amelia frunció el ceño ligeramente y se detuvo detrás de una de las columnas.
—¿Qué pasa? ¿Te casaste por conveniencia? —rió Gerardo, levantando su copa.
—¿Y tú no? —replicó Lisandro con sarcasmo—. Mira, Amelia es perfecta. Tiene buena figura, modales, viste como debe. No molesta. No opina demasiado. Es… funcional.
El corazón de Amelia dio un vuelco seco. Se apoyó contra la pared.
—Además, ¿qué más se necesita? —continuó Lisandro—. Amor es para la gente que no tiene agenda. Nosotros necesitamos una mujer que sume imagen, que sepa cuándo hablar y cuándo callar. Un trofeo, Gerardo. Uno que se exhibe donde conviene y se guarda donde estorba. Y Amelia... bueno, ha sido bastante dócil. Estoy satisfecho.
«Un Trofeo. Una esposa funcional. Una mujer dócil»
Cada palabra fue como si le clavara una estaca en el corazón.
Amelia sintió que el calor le abandonaba el cuerpo. El mundo a su alrededor se volvió un eco lejano.
Seis años de amor, cinco de matrimonio... Había dejado todo por él: sus estudios, su beca, sus amistades... y al final, nada.
Contuvo el temblor en su barbilla, tragó el nudo en la garganta y se obligó a respirar.
Cuando los asistentes pasaron junto a ella, Amelia se dio la vuelta apresuradamente.
Se secó las lágrimas antes de que cayeran. Nadie podía verla derrumbarse. Nadie.
Volvió al salón con la espalda recta, el rostro intacto.
Lisandro se acercó, colocándole una mano en la cintura con la misma naturalidad de siempre.
—¿Estás bien? Te ves un poco pálida —susurró con tono neutro, como si la inspeccionara.
—No pasa nada. Quizás estoy un poco cansada.
—Aguanta un poco más. Esto terminará pronto.
Lisandro le dio una palmadita suave en la espalda. Un gesto que pretendía ser tranquilizador, pero que se sintió como si acariciara un objeto bien portado.
El banquete finalmente terminó. Ellos salieron del salón. Dentro de la limusina, el aire estaba terriblemente quieto.
Amelia miraba por la ventana el fluir de los neones, las luces de la ciudad distorsionadas en un río frío por sus lágrimas contenidas.
Lisandro, habiendo terminado con sus correos electrónicos, se frotó las sienes e intentó tomar su mano como de costumbre.
Amelia, como si se hubiera quemado, la retiró bruscamente.
La mano de Lisandro se quedó suspendida en el aire, tensó la mandíbula.
—¿Qué te pasa? Desde que salimos del banquete actúas extraño.
Amelia no volvió la cabeza.
—Escuché algunas cosas hoy —su tono fue ronco.
—¿Qué cosas? —preguntó él, con un dejo de impaciencia apenas disimulado.
Ella se volvió lentamente. Sus ojos enrojecidos buscaron en los suyos una reacción, algo, lo que fuera.
—Te escuché decir que solo soy un trofeo perfecto. Hermosa, sumisa, un adorno para complementar tu estatus y éxito. ¿Es así, Lisandro? Lisandro se quedó paralizado por un segundo. Luego frunció el ceño, y la impaciencia dio paso a su actitud de control habitual. —¿Saliste del salón para luego espiarme? No lo negó. No se disculpó. No intentó suavizar sus palabras. Solo la acusó. Amelia no respondió. Simplemente giró la cabeza y volvió a mirar por la ventana, deslizando la mano que había estrechado la suya innumerables veces de nuevo en el bolsillo de su abrigo, en silencio, con determinación.