La mañana del sepelio amaneció fría y clara, como si el cielo hubiera decidido prestarle solemnidad a la tierra. Las nubes—pocas—se estiraron en hileras lejanas y el sol filtró una luz pálida que no calentaba, sólo delineaba los contornos con una nitidez cruel. En la parte trasera de la finca, donde antes hubo un huerto y ahora sólo quedaba una parcela de tierra suelta y algo de hierba reseca, se dispuso el lugar definitivo: un claro bordado con guijarros, unas cruces modestas y una fosa cavada a mano que olía a tierra removida y a humedad. Las coronas que habían quedado en el salón se llevaron en silencio, como si cada flor fuera un pétalo que necesitaba anunciar su último suspiro.
Isabel llegó envuelta en su vestido negro, acompañada por Hugo. Caminó despacio; cada paso era una deliberación entre la pena y la prudencia: con ocho meses de embarazo la respiración le pesaba, pero una fuerza nueva la empujaba hacia adelante. Hugo la sostuvo del brazo con ternura, con ese gesto protector