La noche cayó en la mansión como una cortina pesada: gruesas sombras que se estiraban por los corredores, el brillo cálido de las lámparas de araña derramando círculos de luz sobre la mesa del comedor. El mantel blanco parecía más opaco bajo la luz artificial; el vino, en las copas, tomaba una profundidad burdeos que la lámpara acentuaba. Todo olía a perfume caro y a madera encerada. Valentina se quedó junto a la ventana un instante más, observando todo más allá del jardín —la silueta de los árboles recortada contra el cielo nocturno— y ajustando la máscara que había aprendido a usar: la sonrisa pulida, los ojos serenos, la paciencia que no se agrieta.
Esperó. Mientras tanto su teléfono vibró sobre la mesa —una luz, una notificación—. Alargó la mano con la calma estudiada de quien no quiere mostrarse ansiosa y, con el pulgar temblando apenas, deslizó la pantalla. Las fotos aparecieron una tras otra como golpes de luz. Primera imagen: Alejandro colocando cajas envueltas sobre la mesa d