La lluvia sobre la ciudad parecía aplaudir cuando el teléfono vibró en la mesilla. Valentina no lo levantó de inmediato: dejó que el sonido se perdiera entre el zumbido del aire acondicionado y el sopor de una noche que no quería terminar. Cuando, finalmente, deslizó el pulgar sobre la pantalla, la notificación no traía nombre; solo un remitente anónimo y un archivo adjunto. El pulso se le encendió en las sienes antes aún de abrirlo, como si el resplandor del teléfono hubiera prendido algo en su interior que llevaba semanas ardiendo en silencio.
Abrió la imagen. Fue un golpe frío y exacto: Alejandro e Isabel, recostados demasiado juntos, dormidos, abrazados.
La rabia no fue un arrebato; fue una reacción química, precisa, que le llenó la boca de hierro. Primero vino la incredulidad. Después, como un desfile de pruebas, aparecieron las pequeñas mentiras: las llamadas a media tarde que siempre eran “reuniones con socios”, las salidas “imprevistas” en mitad de la noche, los viajes de nego