꧁ ISABEL ꧂
Sentí las manos de mi madre temblar contra mi espalda, su aliento tibio en mi cuello, y por un momento todo el ruido del encierro se volvió un rumor lejano. Pensé en Hugo, en el plan que había trazado en la libreta, pero al mirarla a ella ahí, frágil y segura bajo las sábanas, supe que no podía partir. La idea de huir, de contarle todo a Hugo para que ayudara a escapar, se me deshizo en la boca como un caramelo pegado al paladar. No podía dejarla sola. No podía irme.
Alejandro permaneció en el umbral con esa postura que siempre tuvo: erguido, controlando el detalle, midiendo la escena. No intervino; dejó que nos miráramos, que las latas del monitor marcaran el compás de la noche. Y enseguida noté algo que me clavó un hilo de frío en la nuca: su mirada no parecía la de un hombre que había planeado todo eso con cálculo. Fue entonces cuando pensé, con la claridad de quien recibe la bofetada del sentido común: eso fue una jugada maestra para retenerme.
Era como si él me leyera