꧁ ALEJANDRO꧂
Era la segunda vez en el mes que entraba en un maldito centro clínico por culpa de Valentina. Entré con el gesto apretado, con las manos metidas en los bolsillos del abrigo como quien guarda un arma blanca; he odiado esos lugares desde siempre y, ese día, lo odié aún más. Odié el olor a desinfectante, esa mezcla entre cloro y colonia barata que pegó en la garganta como un recordatorio de fragilidad humana. Odié las luces blancas que dejaban al descubierto cada rasgo, cada mentira. Odié el silencio médico, ese silencio que se rompía con los pies de los doctores al caminar, con el sonido metálico de un estetoscopio colgando de una bata, con los susurros que siempre intentaron parecer indiferentes y nunca lo eran.
Valentina me miró con la cara que había aprendido a usar cuando necesitaba compasión: ojos grandes, labios blandos, la manera en que ladeó la cabeza para que yo me sintiera culpable. Y funcionó. Me rogó que la acompañara y yo, por la convicción que siempre tuve de