꧁ ISABEL ꧂
Desperté con el sonido de la persiana rozando el marco, un susurro seco que se mezcló con el olor a tierra mojada. Afuera llovía. Abrí los ojos y vi la habitación: la lámpara baja, la mesa junto a la ventana, la mesa de trabajo que me esperaba con su silencio ordenado. Me levanté, caminé descalza por el piso y sentí cómo el frío del suelo me clavó la realidad en los dedos.
Pasé la mañana trazando planos y trazando silencios. Me encerré en mi taller y maquillé el mundo con reglas y compases; cada trazo me obligó a respirar, a ordenar el caos que Alejandro había introducido en mi vida. Dibujé ventanas que no existían, puertas que se abrían hacia jardines que yo podría cruzar. Mientras delineaba, observé con la punta del lápiz los pliegues de la finca: un porche con madera cansada, una verja apenas oxidada junto al camino de grava, la tapa del aljibe con una grieta que siempre dejaba escapar un olor a humedad. Todo eso lo convertí en líneas, porque las líneas no mentían: marca