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Capítulo 230. La dulzura de una hija.

Maximiliano Delacroix

La frase me atravesó como bala lenta y silenciosa.

Mía no sabía nada del mundo adulto, pero entendía el silencio. Entendía las ausencias. Entendía la falta de abrazos a tiempo.

Me detuve y me agaché para quedar a su altura. Le tomé la carita entre las manos y la miré a los ojos.

—Escúchame bien, princesa —dije con voz firme, sin temblarme un músculo—. Yo nunca dejo de quererte. Ni un solo día. Ni una sola hora. Ni un solo minuto. Ni un solo segundo. Si tardo en llegar… es porque estoy tratando de arreglar el mundo para que tú vivas tranquila. ¿Entiendes?

Ella me observó, respirando con la boquita apretada.

—¿Entonces mi corazón puede volver a ser grande?

—Puede ser gigante —respondí, y la besé en la frente—. Tan grande que ya no va a caber dentro de ti.

Mía soltó un suspiro, y como si hubiera decidido que ya había suficiente tristeza por un día, volvió al tono práctico de los niños.

—Entonces quiero pasta con queso… helado de chocolate… y jugo de fresa. Dulces.

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