Capítulo 127. Las dos eran mías.

Maximiliano Delacroix

El silencio se volvió tan espeso que podía oír cómo respiraba cada alma en aquel salón. Nadie se movía. Nadie osaba romper el instante suspendido entre la súplica de Adrián y la mirada de Amy.

Él seguía allí, con la mano extendida hacia ella, los ojos cargados de lágrimas que parecían no saber si caer o arder. Era un hombre que había sido un dios, reducido al polvo de su propia soberbia.

Y Amy… Amy permanecía inmóvil, con Mía dormida entre sus brazos, como si ese cuerpo pequeño fuera su ancla en medio del naufragio.

Mientras tanto, yo no podía respirar.

No sabía si era rabia o miedo, pero sentía el pulso desbocado. Cada segundo que Amy tardaba en responder era una puñalada invisible que sentía que me propinaban.

Me obligué a mantenerme firme, sin moverme, aunque mi pecho me gritaba que la sacara de allí, que no dejara que Adrián se acercara un paso más.

—Amy… —repitió Adrián, más bajo, temblando—. A veces… a veces se puede arreglar lo que está roto.

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