Capítulo 124. La verdad más cruel.

Adrián Soler

Debo confesar que ver caer a Luciana no me dio alivio. Ni una gota.

Luciana, la altiva, la heredera intocable, estaba allí, desplomándose con el teléfono en el suelo, con la cara blanca como la cal, como si hubiera visto a la misma muerte. Y yo, en lugar de ver que el destino al fin repartía justicia, solo sentí algo peor: que no estaba solo en la ruina.

Porque si yo caía, ella también caía conmigo.

El murmullo de los presentes era un zumbido que me taladraba los oídos. Todos comentaban, todos miraban, aparentemente disfrutando del espectáculo como si fueran espectadores de una obra de teatro cruel. Y en el centro del escenario estábamos nosotros, los derrotados.

Miré mis manos. Una aún aferrada al maldito papel arrugado, otra temblando inútilmente a un costado. Había peleado tanto exhibiendo ese documento, me había aferrado a él como si fuese un escudo, y ahora no era más que basura manchada con mis propias ilusiones.

Quise hablar, pero las palabras se me atragantaron en
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