Guardamos silencio, no permitimos que los murmullos nos atormentaran y mantuvimos el estrecho abrazo, que arrancaba suspiros a los más cercanos. A los ojos de los espectadores, debíamos parecer un matrimonio apasionado, anhelantes de varias horas de intimidad, y aunque el rey se mostraba dispuesto, me rehusaba a ceder ante el deseo, para luego sentirme culpable y tonta, cuando volviera a humillarme.
Repentinamente, mi esposo me tomó de la mano y nos alejamos de la plataforma. Los astiles quisieron intervenir, probablemente preocupados de que algo pudiera ocurrirnos.
— ¿Sus majestades se retiran? —indagó el astil del fuego, interponiéndose a nuestro paso.
—La reina está indispuesta — contestó él—. La escoltaré a sus aposentos.
—Entonces le seguiremos —decidió el astil, llamando con la mano a las doncellas que componían mi séquito.
—No es necesario — rebatió mi esposo.
Había quedado muy claro que no deseábamos ser molestados y por la expresión fiera del rey, muchos debieron suponer que