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—Confieso que estoy hambriento— me dijo al tomar asiento—. Ha sido un día agotador.

Quise preguntarle, indagar por esos asuntos que lo mantuvieron ocupado y la pelirroja me lo impidió, al inclinarse para llenar la copa de su rey. Los senos de la atrevida robaron la luz del candelabro, obligándome a mirarla. Mi esposo ni siquiera lo advirtió, solo se concentró en apagar su sed, pero las manos pretendían escapárseme para atrapar el cuello de esa mujer hasta dejarla sin aliento.

— ¿Ha concedido muchas audiencias? — me interrogó.

—Sí— admití.

Me llevé la copa a los labios, procurando contener mi rabia y el hecho de que él se preocupara por temas tan ajenos a nuestra unión, no me ayudaba. ¿Por qué no se mostraba tan amoroso como cuando estábamos a solas? Bien sabía que los nobles presentes y las doncellas estaban atentos a cuanto decíamos, pero yo no me conformaba con que me deseara y amara en la intimidad, también necesitaba que todos lo supieran. ¿Se avergonzaba? ¿A que le temía? Tantas
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