Después de cenar, la habitación huele a sopa, pan y a una calma frágil, como si pudiera romperse con el vuelo de una mosca. Comimos en silencio, apenas cruzando miradas. Alejandro no insistió en hablar, y yo no tuve fuerzas para hacerlo. A veces, el silencio grita todo lo que no sabemos poner en palabras.
Alejandro deja su plato vacío sobre la mesa y se reclina levemente hacia atrás. Lo observo de reojo mientras recoge su copa de vino, gira el líquido con movimientos lentos, casi automáticos. Su mirada está en el cristal, pero siento que su cabeza está muy lejos de aquí.
—¿Te molesta si salgo un rato a tomar aire? —pregunta en voz baja, como si temiera empujar el ambiente con sus palabras.
Tardo un segundo en responder. Le sostengo la mirada y niego suavemente con la cabeza.
—No, claro que no. Está bien.
Él asiente, agradecido, y se pone de pie con ese andar elegante y contenido que siempre tiene cuando algo le preocupa. Se pone la chaqueta y, antes de abrir la puerta, me lanza una úl