La atmósfera dentro del ascensor se siente más densa de lo que debería. La tensión flota en el aire, cargada de todo lo que no queremos decir en voz alta.
Estoy molesta. Molesta porque él desapareció todo el día sin decirme nada, pero de repente cree que tiene derecho a darme órdenes. Molesta porque me interrumpió en el bar como si tuviera algún tipo de autoridad sobre lo que hago o dejo de hacer. Y, sobre todo, molesta porque… porque su presencia sigue afectándome de una forma que no quiero admitir.
Cruzo los brazos y miro fijamente la pantalla que indica los pisos, sin prestarle atención a Alejandro, que está de pie a mi lado con la mandíbula apretada.
—Dime que aceptaste el trago solo para molestarme —su voz es controlada, pero tiene un filo de tensión contenida que me eriza la piel.
Aprieto los labios y exhalo con fuerza, sin girarme a verlo.
—¿Qué importa? No tienes derecho a darme órdenes, Monteverde.
Él suelta un suspiro, pero no dice nada de inmediato. Solo puedo sentir su mira