Cómo el fénix

—No llores, hija —susurró la anciana con voz suave, casi como un arrullo. Sus manos temblorosas pero cálidas acariciaban mi cabello con ternura, intentando calmar la tormenta que me sacudía por dentro. Yo yacía sobre la hierba húmeda, con la cabeza apoyada en su regazo, mientras las lágrimas resbalaban por mis mejillas sin control—. Si Eva hizo esto… pagará. No lo dudes. La naturaleza siempre encuentra la manera de restaurar el equilibrio.

—Yo no veo el equilibrio por ningún lado —repliqué con amargura, la voz quebrada por el llanto—. Desde que puse un pie en este pueblo… desde que decidí abrazar mi legado, mi destino… mi licantropía, lo único que he hecho es perder. Perder y perder. Hasta el punto en que ya no soy nada. Solo ruinas de lo que fui.

La anciana guardó silencio. Sus ojos, pequeños y grises, parecían contemplar algo mucho más allá del mundo visible. Luego, sin decir palabra, se incorporó lentamente. Sus movimientos eran pausados, casi ceremoniosos. Caminó hacia la orilla
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