El aire en la habitación cambió, denso, eléctrico, como si contuviera una tormenta a punto de estallar. Allí estaba, apoyado con desenfado en el marco de la puerta, con ese mismo porte insolente que siempre lo había acompañado… pero algo en él era distinto.
— Kael… — Susurré nerviosa.
Kael era todo lo que el tiempo no había logrado erosionar… y todo lo que el tiempo había endurecido. Mis ojos lo recorrían, lo devoraban.
Alto, de complexión atlética, su presencia llenaba la habitación sin necesidad de palabras. El rostro perfecto, con pómulos marcados y mandíbula firme, mantenía ese aire de nobleza arrogante que siempre lo había distinguido. Sus labios, carnosos y severos, sus biceps enormes lo seguían definiendo como el hombre más apuesto que hubiese visto nunca. Y sin embargo, lo que más inquietaba era su mirada: sus ojos de un gris acerado, fríos como una tormenta en el mar, que parecían ver demasiado… o nada en absoluto, y ahora miraban a través de mí sin rastro del amor que me