A un Paso del Abismo

—¿Se puede saber qué estás haciendo?

—Intentando darle un poco de color a mi vida. Me han dicho que uso demasiado negro —respondí sin apartar la vista de mis uñas recién pintadas. Dejé la brocha dentro del pomo de esmalte rojo sangre y soplé con delicadeza sobre los dedos, disfrutando del leve ardor del alcohol en la cutícula.

—¿Quieres una copa? Saqué una para ti —añadí, señalando con la cabeza hacia mi derecha, donde una copa de cristal reposaba junto a una botella de vino abierta, ambas atrapando la luz del atardecer como si destilaran sangre.

Kael me miraba desde el borde del claro. Su silueta recortada por las sombras parecía un augurio. Una advertencia. Sus ojos, grises como la tormenta que siempre parecía seguirnos, se clavaban en mí con una mezcla de decepción y furia contenida.

—No sabes con quién te estás metiendo.

—Creo que tengo una idea bastante clara —repliqué, recostándome en la vieja silla del porche con un suspiro exagerado, como si su presencia no me agitara por dentro.

—No, Nyra... —su voz se quebró apenas, imperceptible para cualquiera que no lo conociera—. Te has aliado con la gente equivocada.

Y sin más, se dio la vuelta. Un resoplido frustrado escapó de su pecho antes de fundirse con el crujir leve de las hojas al apartarse entre los árboles.

Me quedé allí, inmóvil, observando cómo su figura desaparecía entre la espesura. La oscuridad se cerró tras él como una puerta que no pensaba volver a abrirse.

El silencio volvió, pesado y absoluto.

La noche cayó con una lentitud insoportable. El viento susurraba secretos que no quería escuchar. Nadie llamó a mi puerta. Nadie me suplicó quedarse. Nadie gritó mi nombre. Nadie vino a amarme ni a destruirme. Solo el canto de los grillos, el crujido de la madera bajo mis pies descalzos y la certeza brutal de lo que había perdido… o dejado ir.

Y fue entonces, en medio de esa quietud despiadada, cuando lo supe.

Estaba sola.

Y no de esa forma pasajera en que uno se siente sin compañía…

No.

Sola. De verdad.

Como una herida que ya no sangra porque todo lo que tenía adentro ya fue arrancado.

La bruma del amanecer me encontró sentada en la misma silla, el esmalte seco, la copa intacta. Y al abrir los ojos, entendí que algo dentro de mí había cambiado para siempre.

—¿Entonces tenemos un trato?

—Sí —dije con voz firme, estrechando la mano rugosa del dueño del bar. Su apretón fue breve, cargado de años y secretos.

Lucian nos observaba desde su rincón habitual, con una ceja arqueada y los brazos cruzados, como si intentara medir cuánto de humana quedaba en mí. Se notaba incómodo. Como un perro que olfatea una tormenta antes de que truene.

El viejo desapareció en la trastienda, y yo comencé a guardar mis papeles. Lo sentí venir antes de verlo. El olor a cuero, tabaco y una pizca de arrogancia mal contenida.

—¿Estás de vuelta, humanita? Pareces... distinta —murmuró Lucian con una media sonrisa que nunca alcanzaba sus ojos. Se inclinó hacia mí y aspiró con descaro cerca de mi cuello—. Hueles... a decisiones.

—Hola, Lucian. Lo soy —contesté sin levantar la vista, cerrando mi carpeta con un chasquido seco.

—Tú y yo tenemos asuntos pendientes —añadió con esa forma suya de hablar, como si cada palabra fuera una amenaza disfrazada de juego.

—Estoy de acuerdo. ¿Por qué no te sientas? —Empujé con el pie una silla vacía.

—¡Una botella! —grité al camarero.

Cuando la colocaron en la mesa, la deslicé hacia él como si no pesara nada.

—Toda tuya. Cortesía de la casa.

Lucian frunció el ceño.

—¿De la casa? ¿Quién te dijo que podías hacer eso? Ya te la sacarán del pellejo...

—Oh, Lucian... —sonreí con dulzura venenosa—. Esta casa es mía ahora. Acabo de comprar el bar.

Él se quedó quieto. Solo se oyó el tapón de la botella al salir. Se sirvió un trago largo, lo bebió de un solo golpe, y luego otro. En su cara se dibujó una sombra distinta: respeto o miedo, no sabría decir cuál.

—Nos tenías bien engañados... Qué chica tan lista.

—Ay, Lucian... soy mucho más que eso. Pero no te esfuerces demasiado, podrías romperte algo —dije con una sonrisa.

Él golpeó la mesa con el puño, los vasos vibraron. Su mirada se volvió oscura.

—¿Qué me has dicho?

—Shh… —levanté una mano, como calmando a una fiera—. Mira, quiero ofrecerte algo. ¿Cuánto te paga Kael estos días?

Lucian apartó la vista, rumiando su silencio.

—Ajá. Eso pensé. Mira, necesito un equipo. Seguridad. Ocho hombres, y que no pregunten demasiado. Te pagaré el triple.

—Kael no es mi jefe. Es mi Alfa. Mi familia. No lo entenderías.

Le tomé el vaso, bebí lo que quedaba y lo dejé donde estaba, entre los dos.

—No te estoy pidiendo que lo traiciones. Solo que trabajes para mí. El resto... puedes decidirlo tú.

Me puse de pie con calma, recogí mi carpeta y salí sin mirar atrás.

La noche ya era espesa cuando mis pasos me llevaron a un pequeño parque entre las calles viejas del pueblo. Las farolas parpadeaban como luciérnagas viejas. Me senté en un banco olvidado, abrazando el silencio como un viejo amigo.

Miré mis uñas, ahora opacas y ajadas, y pensé en cómo la vida podía cambiar en cuestión de horas. De promesas. De traiciones.

Entonces los sentí.

Pasos.

Lentos.

Pesados.

Venían detrás de mí. No como un ataque, no como una amenaza… sino con la parsimonia de quien ya sabe que lo estás esperando.

No me giré. Dejé que el aire me trajera su aroma.

No era Kael.

No era Lucian.

Una sombra cayó sobre mí, y una voz suave, casi un susurro, rompió la quietud:

—Te dije que no podías deshacerte de mi por mucho tiempo, Isela...

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP