A un Paso del Abismo

Al final de la noche, el bar estaba vacío. Para mi sorpresa, descubrí que tal vez el bullicio no era tan malo como pensaba. En aquella calma inquietante, adivinaba una presencia que me erizaba la piel.Culpé a mis nervios y a todas las emociones fuertes de la noche anterior. Cerré el bar y me marché.

Los primeros rayos del amanecer me sorprendieron caminando hacia casa, con las manos en los bolsillos y la cabeza llena de dudas. Me pregunté, por enésima vez, si realmente valía la pena emprender aquel camino por una familia que ni siquiera llegué a conocer.Una oleada de culpa me golpeó el pecho y tuve que detenerme. Las lágrimas nublaron mi vista. Me apoyé en las rodillas e intenté enjuagármelas rápidamente.Fue entonces que lo escuché.

—¿Quién está ahí? —pregunté con voz temblorosa, girándome hacia las sombras de la calle desierta.

Nadie respondió, pero el instinto no me dejaba lugar a dudas.

—¿Lucian? —susurré.

Un escalofrío recorrió mi espalda, la confirmación que no quería. No me quedé a comprobarlo. Eché a correr, convencida de que había regresado a cumplir su amenaza.

Giré en la primera esquina, el corazón martillándome el pecho. Al final de la calle reconocí la puerta de mi edificio. Ni siquiera miré atrás. Corrí con todas mis fuerzas, rebuscando las llaves en mi bolso con manos temblorosas.

El miedo entorpecía mis movimientos, pero logré dar con la cerradura. Cerré la puerta de un tirón y me dejé caer al suelo, jadeando, el aliento entrecortado.

Nunca en mi vida me había sentido tan vulnerable. Lo sentía al otro lado. Su respiración pesada, sus pasos… y su mano empujando la puerta con una fuerza contenida que me heló la sangre. Las lágrimas brotaron de mis ojos sin control.

A cuatro patas, casi arrastrándome, subí las escaleras. Metí la llave en la cerradura de mi apartamento, cerré tras de mí y aseguré cada ventana, cada pestillo, cada cortina. Me quedé junto a la que daba a la calle, apenas asomándome entre las rendijas.

Mi corazón latía tan rápido que creí que iba a explotar. Y entonces lo vi.

No era Lucian. No era nadie que hubiera visto antes.

Un lobo. Grande, de pelaje oscuro como la noche, con matices plateados que brillaban bajo la incipiente luz del amanecer. Sus ojos, de un amarillo intenso, se clavaron en mi ventana como si pudiera atravesar las paredes. Imponente, elegante… pero había algo inquietantemente extraño en él.

Su respiración se agitó, las orejas se movieron inquietas y, como si algo invisible lo hubiera asustado, retrocedió. En un movimiento casi antinatural, su cuerpo cambió. En un parpadeo, donde antes había un lobo, ahora estaba la silueta de un hombre.

La luz del sol comenzaba a llenar la calle. Él se subió la capucha, ocultando su rostro, y corrió, como si le temiera a la luz… o a algo peor.

Me quedé helada, con las manos apretadas contra el cristal y la mente dando vueltas.

Tres días habían pasado desde aquella noche. Desde que el lobo de ojos dorados apareció en mi vida. No lo volví a ver. Ni a Lucian, pero el miedo seguía ahí, acechando en cada sombra, latiendo bajo mi piel como un veneno.

Me obligué a ir al bar. La rutina, el ruido y las luces eran lo único que mantenían mi mente lejos de la paranoia. Aunque algo en el ambiente había cambiado. Los rostros que antes reían y bebían ahora me miraban con recelo, como si supieran algo… algo que yo ignoraba.

Me incliné tras la barra, limpiando vasos, cuando la puerta chirrió. El silencio cayó como un manto. Levanté la vista y el estómago se me encogió.

Kael.

Su sola presencia cortaba el aire. Sus hombros anchos, la chaqueta oscura, los tatuajes asomando por el cuello. Sus ojos grises me buscaron entre la gente, directos, implacables… y se clavaron en mí.

Me giré fingiendo indiferencia, pero era inútil. Lo sentía acercarse como una tormenta inevitable.

Se apoyó en la barra, su voz grave acarició mi oído.

—Tú. —Ni una pregunta. Solo una afirmación peligrosa—. Vamos a hablar.

Intenté sostener su mirada, pero era como mirar al lobo mismo. Feroz. Hermoso. Letal.

—Estoy trabajando —murmuré.

Él sonrió, una curva arrogante en sus labios.

—Entonces hablamos cuando salgas.

Se fue, pero el peso de su promesa quedó flotando en el aire.

Horas después, cuando terminé el turno, lo encontré apoyado en su motocicleta, bajo la luz de la farola. Me esperaba, paciente como un depredador.

—Súbete —ordenó.

—No confío en ti —dije, cruzándome de brazos.

Su mirada descendió por mi cuerpo, lenta, como si pudiera desarmarme sin tocarme.

—Yo tampoco lo haría.

El aire frío de la noche me golpeaba el rostro, obligándome a refugiarme en su espalda ancha. Sin darme cuenta, mis manos se aferraron a su cintura. Cerré los ojos y, por primera vez desde que todo aquello comenzó, desde aquel fatídico día en que mi madre me confesó todo, me sentí a salvo, abrazada a aquel extraño.

La motocicleta se detuvo y lo solté de golpe, avergonzada de haberme dejado llevar por mis instintos más básicos. Él se quitó el casco y me miró. Sonreía con malicia.

—¿Dónde estamos? —pregunté, bajándome de la moto. A nuestro alrededor solo había árboles y un pequeño claro circular.

—Ven —dijo, extendiendo su mano.

La tomé con recelo.

Siguiendo sus pasos me acerqué al borde de la montaña y lo que vi me robó el aliento.

—¿Qué ves? —preguntó en un susurro.

—Es hermoso.

—Es mi hogar —confesó.

La luna bañaba el lago, convirtiéndolo en un mar de plata. A su alrededor, los árboles susurraban las melodías del viento y las estrellas iluminaban todo con una luz etérea, creando un paisaje majestuoso.

—Más allá del bosque está el pueblo —continuó—, pero este siempre ha sido mi hogar. Más que cualquier casa.

Me tomó por los hombros, obligándome a girarme. Sus labios quedaron a un centímetro de los míos. Su boca entreabierta, su mirada encendida… eran irresistibles.

—Desde que te vi no puedo sacarte de mi mente. ¿Quién eres? 

Yo no podía hablar, no podía pensar en nada más que en sus labios.

—¿Acaso has venido a matarme?—

Las manos de Kael se cerraron alrededor de mi cuello y apretaron con fuerza cortándome el aliento. 

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