Nancy
Llegué al escondite con la sangre aún latiéndome en las sienes.
Cerré la puerta de hierro de un portazo, y el eco se arrastró por las piedras húmedas como una serpiente moribunda en busca de su último refugio.
El aire olía a humedad, a hierbas amargas y a metal oxidado. Mi lugar. Mi territorio. Donde nada se movía sin que yo lo ordenara.
—¿Lo viste? —escupí, sin esperar respuesta—. Cómo se hizo pedazos su pequeña farsa. ¡Qué espectáculo tan precioso…! Y ni siquiera tuve que empujarlo demasiado.
El prisionero gruñó desde la oscuridad. Solo un sonido áspero, que se le atoró en la garganta.
Las cadenas tintinearon cuando se tensó; un arrastre breve, impotente. Sonreí. Se me pasó un poco la furia con el ruido, como cuando uno se quita una astilla de la piel y, al fin, respira.
—Deja de fingir que no entiendes —continué, cruzando el cuarto—. Comprendes cada palabra. Te rompí la voluntad, no el oído.
La antorcha que colgué junto al arco del corredor mostró su silueta encorvada. No n