Clara
El zumbido del timbre me arrancó de mis pensamientos y me recordó que, para todos en este lugar, yo era invisible.
Como todos los días, no lograba concentrarme en las clases. No era como si las dictaran para mí. Los profesores lo habían dejado claro desde hace mucho: yo significaba menos que el polvo que se acumulaba, lento e invisible, sobre los vidrios sucios de las ventanas.
Guardé mis cuadernos y mis lápices lo más rápido posible, aunque ya era demasiado tarde...
Sabía que no podía quedarme. Había aprendido a salir rápido, antes de que sus comentarios o miradas me atraparan.
Afuera, los pasillos parecían aún más estrechos. El aire estaba cargado con el olor a sudor, a la madera húmeda que siempre acompañaba a esta escuela construida a la sombra del bosque.
El murmullo de las voces me envolvía, susurrando chismes y mentiras que ya conocía de memoria.
Di un paso fuera del aula y sentí cómo el mundo se volvía más pequeño. Ellos estaban allí, como siempre, un grupo de compañeros con sus mochilas al hombro, sus sonrisas afiladas como garras.
—¡Miren quién salió de su cueva! —dijo Thomas, un chico alto de cabello negro como la noche y esa sonrisa torcida que parecía más nerviosa que cruel.
Apreté los dientes, manteniendo la vista baja mientras avanzaba.
Sabía que no debía responder, que era mejor fingir que no los escuchaba. Pero las palabras siempre encontraban la forma de meterse bajo mi piel.
—¿Estás lista para mañana, Clarita? —preguntó otra voz, esta vez era Mara, una de las chicas populares de la escuela—. Dicen que si no despiertas a tu loba, podrías convertirte en… no sé, ¿un unicornio, tal vez?
Las carcajadas estallaron alrededor de mí golpeándome los oídos. Seguí caminando, cada paso pesado como si llevara piedras atadas a los tobillos. No quería que me vieran temblar.
—¡O mejor aún! —gritó alguien más—. ¡Un duende! ¡O una de esas hadas ridículas de los cuentos!
Sentí el calor subir a mis mejillas, pero no me detuve. Sabía que era lo que querían: que los mirara, que reaccionara. Que les diera la satisfacción de saber que podían seguir rompiéndome.
Me concentré en el sonido de mis pasos.
"Uno, dos, uno, dos." Era mi única salvación para no ser humillada otra vez.
Ni siquiera ser hija del Beta regente me daba inmunidad. Nada, con estas bestias, lo hacía. Tal vez por eso me odiaban más.
De pronto, algo me golpeó en la espalda.
No fue un empujón fuerte, pero sí lo suficientemente certero como para desestabilizarme. Tropecé hacia adelante, y mis libros se desparramaron por el suelo como si también huyeran de lo que venía.
Me agaché a recogerlos, pero no alcancé a tocar el primero. Un cartón de jugo voló por el aire y se estrelló contra mi espalda con un sonido hueco y cruel, mientras empapaba mi chaqueta con ese líquido espeso y dulce que ahora olía a burla.
Las risas y la miradas de desperdicio se hicieron aún más fuertes.
Me quedé congelada, con la respiración atascada en la garganta. Sentía las miradas clavadas en mí, cargadas de burla, de asco, brillando con diversión en sus ojos.
—Ups —dijo Thomas con una sonrisa sarcástica fingiendo inocencia, pero no engañaba a nadie—. ¡Qué mala suerte, Clarita!
Agaché la cabeza, mis manos temblando mientras recogía los libros empapados. Las páginas estaban pegajosas y estragadas.
—¿No vas a decir nada? —preguntó Mara, dando un par de pasos hacia mí con esa sonrisa burlona que tanto odiaba. Luego se inclinó un poco más, disfrutando cada segundo—. Vamos, rarita, ¿no vas a contarnos qué saldrá de ti mañana? —Hizo una pausa, ladeando la cabeza—. ¡Ya sé! ¿No tienes idea del fenómeno que eres?
No respondí. No podía. Me obligué a tragar el nudo en mi garganta. Me levanté con los libros contra el pecho como si fueran un escudo, aunque era inútil.
Quería gritar. Quería llorar. Quería lanzarles todos mis libros a la cara.
Pero no. No me lo permitiría.
No aquí, no ahora, y mucho menos frente a ellos.
Ya lo había hecho antes… y fue peor.
Mis gritos se perdían, ahogados en un eco muerto que a nadie le importaba.
Mi cuerpo pagaba el precio: un brazo roto, un pómulo morado, dedos tronchados... o un pie.
Aún recuerdo la última vez que intenté ser valiente. Fue mi pie quien más sufrió.
Se ensañaron como bestias heridas, golpeándome con una furia que ni yo comprendía.
El informe médico hablaba de fracturas en algunas costillas y en el fémur.
Pero lo que nadie vio… o fingió no ver… fue cómo arrastré durante meses el yeso, el pie torcido, hinchado, amoratado, como si cada paso fuera una penitencia por atreverme a defenderme.
Ni una disculpa. Ni una mirada de compasión. Ni un alto.
Para ellos, fue mi torpeza la que me hizo caer por las escaleras.
Todos eran mis verdugos.
Los verdugos de la rarita.
La que, según ellos, estaba usurpando un lugar que jamás debió haber sido suyo.
—Miren cómo se calla —murmuró uno de los chicos, con un brillo cruel en sus ojos—. Ni siquiera necesita un lobo, ya está domesticada.
—Me pregunto si fue Caleb quién la domesticó o se metió en la cama de alguien más —rio Thomas haciendo una mueca de desagrado.
—¡Por favor! ¿Quién en su sano juicio se acostaría con... eso? —chilló Mara, señalándome con un dedo.
El murmullo de risas me siguió mientras salía del pasillo, sus palabras y burlas resonando en mi cabeza.
La puerta de salida estaba abierta, dejando entrar un poco de aire fresco, pero me sentía atrapada en un agujero sin fin.
Afuera, el frío de la mañana me golpeó de lleno. Aspiré hondo, intentando que la brisa helada apagara el fuego que ardía en mis mejillas.
Caminé hasta un banco de madera al costado de la escuela y me dejé caer sobre él, dejando que los libros empapados a mi lado.
Me froté los brazos, como si pudiera limpiar la sensación pegajosa del jugo, de las risas, de las palabras que me habían lanzado como piedras.
Por dentro, me sentía rota, cada pedazo de mí temblando con la duda. ¿Y si tenían razón? ¿Y si, mañana, cuando la luna nueva llegara, no salía nada de mí? Ni loba, ni nada. Solo una mancha en la historia de la manada.
Cerré los ojos y pensé en Caleb. En cómo siempre me defendía, incluso cuando no era necesario.
Él no sabía todo lo que ocurría aquí. No sabía cómo los profesores me miraban como si fuera una molestia, cómo me trataban como una paria que no merecía estar entre ellos.
No podía permitir que lo supiera. Él ya había peleado demasiadas veces por mí, metiéndose en problemas que no eran suyos. Si se enteraba de esto, solo terminaría más herido.
Así que respiré hondo, me limpié las lágrimas que no había dejado salir y me puse de pie. Aunque por dentro me sentía hecha trizas, por fuera mantuve la cabeza alta.
Porque mañana era la ceremonia. Mañana lo sabría todo. Y aunque me aterraba lo que podría descubrir, no iba a permitir que ellos me vieran caer.
Esperé hasta que no hubiera moros en la costa. Los pasillos se vaciaron en cuestión de minutos.
El frío me estaba helando, pero no me atreví a moverme.
No quería encontrarme con nadie más. No quería ver sus sonrisas hipócritas ni sus ojos cargados de superioridad.
Cuando la entrada quedó casi en silencio, me levanté y me escabullí hacia los vestuarios.
Tenía que cambiarme antes de ir a la pista de atletismo.
El jugo pegajoso se había secado en mi chaqueta y en mi cabello. Y aunque no podría quitarme la sensación de suciedad de la piel, al menos podía quitarla de mi ropa.
Me acerqué a los vestuarios con mis libros empapados contra mi pecho. Empujé la puerta con cuidado y entré al de las chicas.
Me senté en el borde de un banco, intentando decidir si debía cambiarme o darme una ducha. La segunda opción me tentaba más, pero al recordar lo que pasó la última vez...
"No, mejor solo me cambio."
Me paré para cambiarme justo cuando la puerta se abrió de golpe. Me quedé paralizada cuando escuché risas y voces.
—¿Viste cómo le cayó el jugo encima? —dijo una con su tono burlón y despiadado—. Fue perfecto. La cara que puso… casi me hizo sentir mal por ella.
—Por favor —rio otra—. Clara siempre es… un fenómeno. Todo en ella grita que no pertenece aquí y nosotros no la queremos. Mamá dice que ella trae la desgracia.
Me encogí, apartándome más hacia las sombras detrás de una fila de casilleros. Mantuve la respiración controlada, deseando que no notaran mi presencia.
—¿Y qué me dices de Caleb? —preguntó la primera voz, con un susurro lleno de malicia—. ¡Lo viste el sábado, ¿verdad? Cuando se besó con Vanessa. ¡Dios, parecían a punto de arrancarse la ropa!
Mi corazón dio un vuelco tan violento que casi me mareé. Un frío insoportable me llenó el estómago, como si me hubieran vaciado por dentro.
Caleb… besando a Vanessa.
Como si no importara todo lo que había entre nosotros. Como si eso no hubiera significado nada.
—¿De verdad? —preguntó otra, con un tono de sorpresa.
—Sí, en la fiesta de la luna nueva —confirmó la primera—. Fue justo después de que ella empezó a bailar para él. Se veían tan… íntimos.
Las risas resonaron en mis oídos.
Cerré los ojos con fuerza, intentando no recordar. Pero las imágenes vinieron igual: la noche en que Caleb y yo nos besamos bajo la luna llena, apenas unos meses atrás.
Había sido un momento tan puro y perfecto. Solo nosotros dos en el claro del bosque, con la luna como testigo. Sus labios habían rozado los míos con una ternura que me dejó sin aliento.
Lo habíamos detenido ahí, los dos ansiosos por más pero seguros de que queríamos esperar. Esperar hasta que mi loba despertara y confirmara lo que siempre habíamos sentido.
Él ya tenía a su lobo, Ankis, que era fuerte y desde que me conoció, muy sobreprotector. Pero sin mi loba, el vínculo entre nosotros era solo una fantasía de lo que podría ser.
¿Y ahora…? ¿Ahora él besaba a Vanessa? ¿Ankis se lo permitió? ¿Era ella su verdadera compañera?
—Sabes que Caleb apostó con los chicos que el primer beso de la rarita y su primera vez sería de él —dijo una de las chicas—. Y la muy ilusa se cree especial.
El golpe de esas palabras fue como una garra rasgándome desde dentro.
Caleb… ¿ha jugado conmigo?
Era lo que más temía, pero me aferraba a una ilusión que ahora me destruía. Parte de mí entendía que era suficiente para él.
Él era fuerte, confiado, y yo… solo una promesa vacía.
—Bueno, igual mañana será interesante —dijo otra, con un suspiro teatral—. La ceremonia de despertar, y veremos qué tan “especial” resulta la rarita después de todo... Apuesto 50 dólares a qué Vanessa es la compañera de Caleb.
Sus risas resonaron en el aire mientras salían del vestuario.
Me quedé agachada en la sombra, con el corazón golpeando tan fuerte que me dolía el pecho. No me atreví a moverme hasta que el eco de sus voces desapareció por completo.
Cuando salí de mi escondite, mis manos temblaban. Me miré en el espejo del vestuario y casi no me reconocí.
El jugo seco aún manchaba mi cabello, y mis ojos estaban rojos, pero lo que más dolía era la inseguridad en mi reflejo.
¿Sería cierto lo que decían? ¿Qué solo era una apuesta para Caleb? ¿Qué nunca hubo nada que nos uniera? ¿Y qué ni siquiera si mi loba despertaba lo haría realmente?