Luchando por nuestro amor.
Luchando por nuestro amor.
Por: Luz Yerena
Capítulo 1: Regreso.

El motor del auto se apagó frente a los altos portones de hierro forjado. Santiago no esperó a que el chofer le abriera la puerta; después de tres días en Madrid cerrando acuerdos y rodeado de trajes vacíos, necesitaba respirar el aire de su hogar.

La mansión se alzaba con su habitual sobriedad elegante, sus muros blancos contrastando con el cielo gris de la tarde. Todo parecía en orden… al menos, en la superficie.

Caminó por el pasillo principal, su maleta aún en la mano. El silencio de la casa era extraño. A esta hora, siempre había algunos empleados en los alrededores.

— Señor, bienvenido. — Su nana aparece frente a él. — No lo esperaba hoy.

— ¿Dónde están todos? — Habló con tono grave, dejando su abrigo sobre la silla del recibidor.

— Bueno, todos terminaron  sus deberes temprano y se fueron a descansar. — Habla con calma.

Él no dice nada más, y decide ir a su habitación.

Subió las escaleras con paso firme, pero al doblar por el pasillo que conducía a las habitaciones, algo lo detuvo en seco. Una voz que no reconocía.

--- ¿Qué haces aquí? — Preguntó Santiago con frialdad al ver a la joven de cabello castaño claro, ojos grandes y gesto nervioso, que salía de una de las habitaciones de huéspedes.

— Vivo aquí — Respondió ella, levantando la barbilla con una mezcla de desafío.

— ¿Perdón?

— Me enviaron a este lugar, y no pude negarme.  — Alexa no podía entender lo que estaba sucediendo.

Santiago frunció el ceño, observándola de arriba abajo. No era solo la presencia inesperada lo que lo molestaba. Era la certeza de que algo no estaba bien.

— No recuerdo haber aprobado esto.

— Tampoco me preguntaron si quería venir. — Dijo ella, y se metió de nuevo en la habitación sin darle más explicaciones.

Santiago se quedó allí, sintiendo cómo el suelo bajo sus pies comenzaba a cambiar, apenas perceptiblemente. No le gustaban los imprevistos. Y Alexa… ya era uno de ellos.

Y entonces la pregunta se formó en su cabeza, “¿qué diablos estaba pasando?”

Santiago bajó las escaleras con pasos firmes, cada uno más pesado que el anterior. El eco de su furia retumbaba en los muros de mármol de la mansión. Su mandíbula estaba tensa, los labios apretados en una línea que no dejaba escapar ni un suspiro.

No había pasado ni una hora desde que había cruzado el umbral de su casa, y ya todo su orden se sentía alterado. "¿Cómo se atreven?", murmuró entre dientes.

Con el móvil en la mano, marcó el número de su madre. Fue su padre quien contestó.

— ¿Qué pasa, hijo?

— ¿Qué hace esa mujer aquí? — Soltó sin saludar, caminando hacia su despacho. Aunque ya sabía quién era ella, quería descubrir las intenciones de sus padres. —. ¿Por qué está en mi casa? — Un silencio tenso cruzó la línea.

— Queríamos avisarte, pero sabíamos que te negarías. — Respondió su padre, con una voz serena que sólo lo enfureció más—. Es importante. Para nosotros. Para la familia.

Santiago empujó la puerta de su despacho y entró, cerrándola con un golpe seco.

— ¡No tienen derecho! Esta es mi casa. Mi vida. ¿Acaso creen que pueden seguir decidiendo por mí?

La voz de su madre apareció al fondo de la llamada.

— Sólo será por un tiempo. Dale una oportunidad. Ella será parte de la familia.

— ¡No me importa! La quiero fuera de aquí. — Sentenció, terminando la llamada.

Santiago tiró el teléfono sobre el escritorio y se pasó las manos por el cabello. Respiró hondo. Entonces recordó la mirada de esa mujer cuando lo vio, Tranquila. Como si siempre hubiera sabido exactamente quién era él. Como si lo hubiese estado esperando. Y eso, en el fondo, era lo que más lo inquietaba.

Santiago se dejó caer en el sillón de cuero frente al escritorio. El silencio del despacho era denso, pero no lograba apaciguar la tormenta que llevaba por dentro. Miró hacia la ventana; el cielo gris parecía burlarse de su humor.

Apretó los puños. ¿Quién se creían que eran sus padres para enviar a esa mujer allí? No una asistente, ni una empleada nueva. Una mujer que, desde el primer segundo que la conoció le generó desconfianza, y que para completar se comportó como si tuviera derecho a estar allí. Recordó su tono de voz y actitud hacia él cuando la vio.

— Me enviaron sin poder negarme.

Ellos. Claro que sí. Siempre ellos. Siempre decidiendo por él. Santiago se levantó de golpe. Tenía que hablar con ella. Necesitaba dejar las cosas claras. En su casa, nadie entraba sin su permiso. Nadie se quedaba si él no lo autorizaba.

Abrió la puerta del despacho de un empujón y avanzó por el pasillo con pasos largos y decididos. Pero al llegar frente a la puerta de su habitación, se detuvo. Era tarde. Demasiado tarde. Soltó un suspiro tenso, dio media vuelta y se dirigió a su dormitorio. La enfrentaría al día siguiente.

La noche fue larga. Santiago se revolvía en la cama, incapaz de encontrar descanso. Cada vez que cerraba los ojos, la imagen de Alexa aparecía, como una sombra instalada en su hogar sin invitación. No confiaba en ella. Había algo en su mirada —demasiado tranquila, demasiado calculadora— que lo inquietaba. ¿Por qué la habían enviado realmente? ¿Y con qué propósito?

Apenas salió el primer rayo de sol, Santiago ya estaba vestido. No había dormido más de un par de horas, pero la ansiedad lo mantenía en pie. Bajó las escaleras sin hacer ruido, escuchando el leve murmullo de la casa despertando con el alba. El aroma a café recién hecho flotaba en el aire. Lo cual era habitual cuando él estaba allí. 

Cruzó el comedor con el ceño fruncido. Al llegar a la cocina, la vio. Alexa estaba de espaldas, sirviéndose una taza como si llevara años viviendo allí. Tranquila. Cómoda. Como si todo fuera suyo.

—Tenemos que hablar — Dijo él, sin rodeos.

Alexa se giró despacio. Una leve sonrisa se dibujó en su rostro, casi imperceptible.

— Buenos días, Santiago. — El tono amable de su voz sólo aumentó su desconfianza.

—No viniste por tu cuenta. — Soltó él, sin moverse del umbral—. ¿Por qué estás aquí?

Alexa llevó la taza a los labios con calma, bebió un sorbo y lo miró por encima del borde.

— Creí que eso ya lo sabías. — Respondió, sin perder la compostura. — Es tu casa.

Santiago frunció aún más el ceño. Dio un par de pasos hacia ella, firme, con el control de siempre teñido ahora de inquietud.

—No me gustan los juegos, Alexa. Y mucho menos en mi casa.

Ella dejó la taza sobre la encimera con un leve “clac”. Sus movimientos eran suaves, medidos.

— Entonces no juegues. —Dijo, mirándolo a los ojos—. Pregunta lo que realmente quieres saber.

Santiago la observó en silencio por unos segundos. Su voz salió más baja, más peligrosa.

—¿Qué estás buscando aquí?

— Lo mismo que tú… — Respondió ella, casi en un susurro. —. Al parecer.

Santiago apretó la mandíbula.

— No me importa lo que estés buscando. Esta no es tu casa. No te invité. Y no pienso permitir que te quedes ni un día más.

Alexa se cruzó de brazos con suavidad, sin mostrar sorpresa. Como si ya esperara esa reacción.

— Lo sé. Pero no depende de ti.

Esa frase lo detuvo. Fría. Categórica. Como una sentencia.

— ¿Cómo que no depende de mí?

—Tus padres junto a los míos me enviaron. — Dijo ella—. Hablaron contigo, ¿no?

Santiago la miró como si acabara de pronunciar una blasfemia. Dio un paso atrás, incredulidad mezclada con rabia.

— Ellos no tienen derecho a decidir quién vive en mi casa.

Alexa alzó una ceja, calmada.

— Tal vez no. Pero lo hicieron.

Hubo un silencio tenso. Un silencio que dolía. Santiago sintió una punzada en el pecho, mezcla de orgullo herido y traición.

— Entonces puedes quedarte. — Espetó con frialdad. — Pero no esperes que te hable, que te mire, ni que te confíe absolutamente nada.

— No esperaba menos. —Murmuró Alexa, y volvió a tomar su taza de café, como si la conversación ya hubiera terminado.

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