Capítulo 5

No podía abrir los ojos, no con el profundo dolor de cabeza que me atormentaba. Lo intenté algunas veces, por lo que sabía que estaba en mi habitación, en el ático de la mansión. Tenía las frazadas cubriéndome hasta la mandíbula, sin embargo, tiritaba del frío. Podía escuchar que la chimenea estaba encendida, el fuego crepitándose y el olor de la madera quemada eran inconfundibles.

Cuando logré sentirme un poco mejor, miré todo a mi alrededor, la habitación estaba en penumbra, solo el fuego iluminaba tenuemente. Por eso me sorprendí al notar que Nate se encontraba sentado en el pequeño sofá de mi habitación, totalmente dormido.

Intenté levantarme, pero el malestar que embargaba mi cuerpo era mucho más fuerte. Me sentía arder, de seguro tenía la temperatura alta, sentía la garganta seca y un dolor punzante en mi tobillo.

Me había enfermado por la lluvia, era obvio. Siempre fui de salud frágil, por esa razón el alfa me había prohibido muchas veces jugar con Nate y los demás cachorros de la manada. Ellos podrían estar durante días bajo la lluvia sin problemas, yo, en cambio, tenía la salud de un pequeño pollito. Solté un suave quejido, pero fue suficiente para despertar a Nathan y tenerlo a mi lado en un parpadeo.

—¿Cómo te sientes? —preguntó con preocupación.

—Como en la m****a —respondí con la voz ronca.

Él río un poco, parecía encontrarse de mejor humor, por lo que le sonreí en respuesta. Me tocó en la frente un par de veces, arrugando el gesto.

—Tienes algo de fiebre. ¿Quieres comer algo?

—No tengo apetito —gruñí.

—No me interesa —refutó—. Debes comer algo, Eleanna.

—Me siento mal, Nate —lloriqueé—. Consiénteme.

El gran y futuro alfa tenía una debilidad, una que jamás pudo resistir. Y esa era la mirada de perrito triste. Sabía bien cuando utilizarla, por lo que seguía siendo muy eficiente. Me acarició suavemente el cabello, con esa expresión de resignación al saber que había ganado esta batalla.

Torció la boca, parecía estar pensando en algo. Era tan atractivo y yo estaba hecha un asco.

En mi defensa, nadie se veía bien estando enfermo.

—Nada me gustaría más, pero debo cuidarte, Elle. Si comes algo, lo que sea saludable, prometo consentirte el resto del día.

—¡Hecho! —exclamé, verdaderamente contenta.

Podía hacer el sacrificio de comer algo, si eso significaba tenerlo cerca todo el día. Me gustaba pasar el tiempo con él, incluso como amigos. Nuestras tardes de videojuegos y películas eran mis favoritas. Gracias a que crecimos juntos, nuestros gustos solían encajar. Cosas como pelear por cual película poner eran totalmente ajenas a nosotros.

Complicidad, éramos tan cómplices en todos los aspectos de nuestra vida, que, de una forma u otra, terminamos por sincronizarnos, complementarnos.

—Odio la sopa —refunfuñé, luego de haberla terminado. Sabía que él iba a aprovecharse de mi desgracia.

A mi pesar, eso también formaba parte de nuestra amistad. ¿Qué clase de amigos no se fastidiaban el uno al otro de vez en cuando?

—Lo sé —admitió, sonriendo de forma burlona.

Se acostó junto a mí, como cada noche donde los silencios no eran incómodos, donde no necesitaba explicarle cosas que ya sabía. Nathan les temía a las tormentas, desde que su madre lo abandonó en medio de una. El alfa me lo contó una vez, solo porque notó que su hijo se refugiaba en mi habitación en cada noche de lluvia.

Cuando la antigua luna decidió abandonar el cargo y a su familia, la lluvia caía afuera con gran furia. El pequeño Nathan estuvo fuera de la mansión toda la noche, esperando a que su madre regresara. Ni siquiera el alfa pudo convencerlo de refugiarse en su hogar.

Así que la lluvia provocaba un gran sentimiento de soledad en Nate, incluso cuando ya habían pasado tantos años de aquel momento.

Sin embargo, ya éramos unos adolescentes, casi adultos. Él ya no venía buscando mi refugio, pero la costumbre quedó entre nosotros.

—Lo siento mucho —se disculpó por quinta vez en el día.

—Ya te dije que estamos bien. No fue la gran cosa.

—Estás enferma por mi culpa. Jamás debí hacerle caso a Rosie.

—¿A qué te refieres? —pregunté fruncido el ceño.

—Dijo que no pasaría nada por escaparnos un rato. Dijo que el autobús pasaría hasta caer la noche, que ella ya lo había chequeado.

—No pasó ningún autobús en dos horas, Nate —escupí. Tenía tantas ganas de partirle la cara a esa desgraciada.

Ella lo hizo adrede. Lo sabía con certeza. ¿Tenía pruebas de ello? No, no las tenía, pero eso no quitaba mi molestia. Algún día me cobraría todo lo que me había hecho durante mi infancia y adolescencia.

Pero ahora ella aseguraba ser la futura luna de la manada.

¿Qué haría entonces? No podía quedarme aquí si ella mandaba. Ni siquiera Nathan podría protegerme, estaba segura de que me haría la vida imposible.

No, ella no era luna de nadie.

—Lo sé. Llegué aquí y ya habían pasado muchas horas, nadie sabía nada de ti. Tuve mucho miedo, jamás había estado tan asustado en mi vida.

Él estaba llorando. No de una forma escandalosa y asquerosa, no. Las lágrimas corrían libremente por su rostro, no intentó detenerlas ni fingir que no estaba llorando. Se abrió conmigo, me permitió ver su corazón, a pesar de que no hacía falta.

—Escúchame bien, Nathan —hablé con seriedad, obligándolo verme a los ojos—. No fue culpa tuya. Yo debí llamar a alguien al ver que no pasaba algún autobús, sí, me quedé sin batería en la parada de autobuses, sin embargo, nadie me obligó a perderme en el bosque.

—Pero no tenías que tomar esa decisión si yo hubiese estado allí.

—Estoy cansada, Nate —admití—. No quiero seguir siendo la débil humana de la manada. Sólo estoy aquí, porque tú los obligaste a aceptarme.

—Eso no es cierto —intentó negarlo, pero ambos sabíamos que mentía.

—No soy capaz ni de llegar por mi cuenta a la manada. ¿Qué dice eso de mí? —sorbí sonoramente por la nariz. Estaba a segundos de echarme a llorar.

—Jamás intenté enseñarte el camino, es culpa mía, no tuya —él estaba desesperado, se lo notaba en la voz.

—Y yo no lo aprendí por mi cuenta.

Ambos soltamos un suspiro al unísono. Era inútil discutir, ambos nos echaríamos la culpa a nosotros mismos. No era la primera vez, por supuesto que no.

Cuando éramos niños y alguno era atrapado haciendo una travesura, solíamos culparnos. El alfa nunca sabía bien a quién castigar, por lo que usualmente terminábamos castigados juntos.

Conversamos durante horas. Nate tenía meses sin tener un día libre y el Alfa se lo concedió con la excusa de que iba a cuidarme. No debía preocuparme por contagiarlo, puesto que los hombres lobos pocas veces se enfermaban.

A veces los envidiaba. Eran más fuertes, ágiles y con mejor resistencia a todo tipo de enfermedades que los humanos. Yo en comparación era sólo una muñequita de papel, demasiado débil.

Pero eso cambiaría, necesitaba que cambiara. Iba a pedirle a Nate que me enseñara el camino, que me entrenara. No podía seguir siendo sólo la amiga del futuro alfa. No si existía la posibilidad, por remota que fuera, de que Rosie fuera su luna. No, tenía que aprender a cuidarme por mi cuenta, no podía quedarme siendo una carga para Nathan.

Ya no más.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP