La taberna

06 de Julio de 1815, Suffolk.

Tras su conversación con Cassandra durante el desayuno, en el que no pudo comer mucho, tuvo la determinación de que debía hacer algo al respecto. Ella tuvo la valentía de confesarle lo que realmente había sucedido con su relación y los percances de hace cinco años que terminaron con la decisión del Marqués de dejarla allí, para finalizar sus estudios, se suponía que él regresaría por ella, lo había prometido, pero había tardado cinco años en volver al lugar donde la abandonó cuando Cassandra solamente tenía quince años. La joven marquesa fue relegada al campo, no obstante, durante su primer año allí tuvo la esperanza de que Edward volvería a por ella, pero no fue así y desde entonces decidió vivir su vida, en paz y con calma. James tenía la sospecha de que había sufrido mucho y sencillamente se estaba haciendo la fuerte, porque pudo percibir cómo el regreso del marqués la estaba desestabilizando.

Sabía muy bien que debía alejarse de los problemas maritales de un matrimonio, mucho más de un matrimonio que tenía una historia bastante turbulenta, pero, por otro lado, sentía la responsabilidad en sus hombros, puesto que Cassandra tenía razón. Él pudo haber revelado el malentendido sin problemas y aclarar el asunto en un santiamén, en cambio, le dio largas y en consecuencia, la imaginación del Marqués de Wrightwood se direccionó hacia derroteros que sólo tenían abominables finales.

No cabían dudas de que el hombre pensaba que su esposa lo estuvo engañando y que, para colmo, había tenido un bebé durante esas descocadas aventuras.

¡Padre santo! Nada más alejado de la realidad.

Le hervía la sangre que pensara así de Cassandra, precisamente de ella que era tan dulce, elegante y amable, y era su esposa, por amor al cielo.

Gracias a algunos campesinos supo que el Marqués de Wrightwood se encontraba en la taberna del pueblo, era demasiado temprano para comenzar a beber, pero entendía un poco el hecho de que quisiera sumergirse en las aguas venenosas del alcohol, no lo estaba justificando, ni mucho menos, pero debía ver algo de su cara de la moneda para no querer asesinarlo con sus propias manos. Sólo esperaba conseguirlo lo suficientemente sobrio como para que recordara la conversación que tendría lugar en unos segundos y que esclarecería, Dios mediante, los malos entendidos.

Al ingresar a la taberna pudo apreciar que había pocas personas dentro, algo razonable puesto que apenas pasaba de ser la una del mediodía. Un par de mesas estaban ocupadas con hombres que tenían pinta de estar embriagados desde hace tres días, unos cuantos camareros que iban de aquí para allá y limpiaban las mesas de madera, el cantinero y dueño del establecimiento estaba en la barra, limpiaba diligentemente los vasos de vidrio y acomodaba las botellas del mostrador, James lo saludó con un asentimiento de cabeza y este le devolvió el mismo gesto con una media sonrisa. Sin problemas divisó la mesa en la que se encontraba el hombre que estaba buscando, se encontraba acompañado y las vestimentas de ambos saltaban a la vista, era claro que pertenecían a la nobleza del reino, al igual que él.

Mientras se acercaba a la mesa pudo ver que el joven rubio junto al marqués estaba borracho y tenía la mirada un tanto perdida. En cambio, su señoría se encontraba bien, lo cual era perfecto para su empresa.

‒ Debemos hablar ‒ dijo a las espaldas de Edward y percibió como se le tensó el cuerpo al flamante esposo de Cassandra.

‒ No tengo nada que hablar con usted ‒ respondió despectivamente, sin siquiera voltear a mirar. Una completa desfachatez y James no era un santo con un alto nivel de paciencia.

Apretó los puños a sus costados y trató de respirar profundamente, necesitaba serenarse. De pronto, el marqués se levantó de su asiento, tomó a su joven acompañante de la camisa y lo colocó de pie de un tirón. James pudo ver por primera vez que era un palmo más alto que él, pero no le importaba, había ido hasta allí con una finalidad y de una u otra manera conseguiría su objetivo. Pero al parecer en los planes de Edward no se encontraba tener una conversación con él y era claro que tenía todas las intenciones de irse.

‒ Wrightwood, estás equivocado ‒ comenzó a decir, no pretendía tocarlo, pero necesitaba detener su escape y lo único que pudo hacer fue interrumpir su andar colocando una mano en su pecho.

Edward observó la mano del conde sobre su persona y luego directamente a los ojos azul cobalto de él, con profunda rabia y tal vez algo de odio, por lo que James presentía, pero él no retrocedió, se mantuvo en su posición, pues ese encuentro era necesario. El marqués soltó al muchacho, y este cayó de nuevo en su silla.

‒ Será mejor que te alejes, Blakewells ‒ le espetó con cinismo, mientras apretaba los puños a sus costados, pero James no era tan fácil de convencer.

‒ No puedes hacerle esto a Cassandra. No tienes ni idea de todo por lo que ha tenido que pasar durante tu abandono ‒ soltó de golpe, dejando afuera sus pensamientos como una cascada sin fin ‒ ¿Cómo tuviste la desfachatez de abandonarla? ‒ preguntó con una indignación que no conocía limites, no esperaba respuesta a eso, pero no podía guardar sus pensamientos para sí mismo ‒ Desde hace dos años he querido tenerte frente a mí para decirte cada una de las cosas que pienso…

‒ ¿Y qué, si me permites preguntar, te hace pensar que yo quiero escuchar cada una de esas cosas? ‒ preguntó penetrándolo con la mirada. Su voz era amenazante y el sarcasmo brotaba por cada uno de sus poros. James no sería amedrentado con facilidad y se sintió indignado de que el marqués no lo considerara un oponente capaz.

‒ La primera frase que se me vino a la mente luego de que Cassandra me contara, con lágrimas derramadas por sus mejillas, algunas de las circunstancias de su matrimonio fue… ‒ hizo una pausa en la que dejó entrever sus perfectos dientes blancos, con una sonrisa maliciosa que muchas veces irritaba a sus hermanos, y por ende, sabía que conseguiría el mismo efecto en ese momento ‒ Poco hombre. Sí. Esa fue…

No terminó la frase, pues cayó de espaldas en una mesa cercana, gracias al golpe que Edward atinó a darle justo en la mandíbula.

«Ya no habrá una conversación decente» pensó tocando su quijada mallugada.  

Se escuchó un «ah» colectivo ante la escena, todos los presentes quedaron impactados sin poder soltar el suspiro que se les quedó atorado en la garganta. Serían la comidilla del pueblo dentro de poco, pues no era usual que personas de su nivel se agarraran a golpes en una taberna de pueblo, pero era justo lo que pasaría. Se deshizo de la molesta sensación de ser el centro de atención y despejó su mente, aunque no estuviera pensando con claridad.

El conde se colocó de pie por sí mismo, se frotó la mandíbula y lo miró de reojo, sus ojos azules brillaron en advertencia, estaba enfurecido. Escupió hacia un lado una combinación de sangre y saliva, sentía un sabor amargo en la boca debido a la mezcla de fluidos.

‒ Muchas gracias. He esperado esto por mucho tiempo ‒ admitió sin arrepentimiento.  

Tras decir esto se abalanzó sobre el marqués luego de atizarle un golpe en el estómago. Edward cayó al piso pero no sin antes tomar al conde por las solapas de su abrigo. Cayeron al suelo con un sonido estridente, llevándose con ellos una silla que se partió en varios pedazos debido a la fuerza con que la golpearon.

James mantenía al Marqués con la espalda pegada al piso, pues se posicionó sobre él. Su contrincante enterró la rodilla izquierda en su estómago, y el Conde le respondió golpeándolo en el costado repetidamente, haciendo que sus costillas se estremecieran. Edward logró tomarlo por el cuello, y James alcanzó a visualizar las manchas de sangre que salpicaban la corbata de su contrincante, provenientes de su boca o quizás nariz, las manchas no desaparecerían con facilidad, una pena. En un parpadeo Edward logró dar un giro llevándose al conde consigo y de esa forma, cambiar posiciones.

Lo tenía encima de él, y el marqués comenzó a sacudir a James haciendo que se golpeara repetidamente contra el piso. Edward era ligeramente más alto y corpulento que el conde, pero estaba lejos de ser una ventaja, puesto que James era ágil y no tenía los sentidos desorientados por el alcohol. Blakewells no dudo en tomarlo con ambas manos de la garganta y presionó con fuerza, pudo sentir el momento en el que Edward aflojó su agarre y lo cogió por los antebrazos. Era visible que a Wrightwood le estaba costando respirar con normalidad.

‒ Maldito cretino ‒ comentó James con los dientes apretados sin ánimos de liberar su agarre. Tenía los sentidos embotados por la ira que recorría sus venas, el tipejo se atrevió a golpearlo en lugar de razonar.

James sabía que Wrightwood se encontraba en serios problemas, pero no pretendía matarlo. El marqués alargó el brazo y consiguió atrapar la mandíbula de Blakewells, hundió una vez más la rodilla en el abdomen del conde, logró zafarse de su asimiento y rodó a un costado, de espaldas sobre el suelo, apretando los dientes y retorciéndose de dolor mientras se presionaba el estómago. Pudo observar como el cuerpo del marqués convulsionaba debido al ataque de tos que le provocaba el intentar llenar de aire sus pulmones de nuevo, se encontraba de rodillas con una mano apoyada en el suelo mientras que con la otra tocaba su garganta que vibraba frenéticamente. James casi ríe ante la situación de su rival, pero sus costillas dolían demasiado como para realizar esa simple tarea.

‒ ¡Gran espectáculo, caballeros! ‒ se rio de ellos el cantinero cuando se colocó de pie entre ellos, que todavía seguían en el piso ‒ pero ya se pueden largar de mi taberna.

Y así fueron echados del establecimiento. El joven rubio fue en ayuda de su acompañante, el muchacho parecía haberse desemborrachado en los últimos minutos, se mostraba pálido y con los ojos abiertos como platos. Tomó a Edward de un brazo y lo levantó del piso como pudo. Por otro lado, James se tomó unos minutos sentado afuera de la taberna. Negaba incansablemente con la cabeza, así no era cómo se suponía que sucederían las cosas.

¿Qué estaba mal en el mundo?

O mejor dicho.

¿Qué estaba mal con el Marqués de Wrightwood?

¿O acaso él era el del problema?

Había llegado en son de paz, lo creía firmemente, no aspiraba a enzarzarse en una pelea tan intensa como aquella. Llegar a los puños era la más detestable de las bajezas.

¡Eran caballeros por amor al cielo! No unos ebrios sin remedio.

Pidió un carruaje para regresar a su mansión, allí pediría a algún sirviente que viniera a por su caballo. En ese estado no podía ni pensar en el esfuerzo que tendría que realizar para apearse sobre su semental, incluso el traqueteo del carruaje lo hacían estremecer de dolor, sus quejidos, que trataba de oprimir apretando los dientes, no pararon hasta que se bajó de ese transporte hecho en el mismo infierno, estuvo a punto de decir unos cuantos improperios pero vio a Cassandra en la entrada de su casa, cargando a John en brazos.

Era la noche de cuentos. Cerró los ojos y maldijo mentalmente.

Una vez a la semana Cassandra los visitaba y traía consigo algún cuento infantil, lleno de fantasía, magia y hazañas heroicas.

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