Capítulo cuarenta y cinco. Nuestra mayor fuerza.
El sol de la mañana entraba tímido por los ventanales de la villa. Ariadna despertó con el murmullo del mar de fondo y la calidez de Andreas a su lado. Se giró lentamente, contemplando cómo él aún dormía, con el ceño relajado y el cabello despeinado cayendo sobre la frente. Era en esos momentos, cuando no estaba vestido de CEO implacable ni de griego poderoso, que ella sentía que podía ver al hombre que solo le pertenecía a ella.
Con cuidado, colocó una mano sobre su vientre, acariciándolo. La certeza de la vida que crecía dentro de ella la llenaba de miedo y esperanza a partes iguales.
—¿Ya hablándole a nuestro hijo? —murmuró Andreas con la voz ronca del sueño, abriendo los ojos apenas entrecerrados.
Ariadna sonrió.
—O hija —corrigió, dándole un suave beso en los labios.
Él la atrajo hacia sí con un movimiento instintivo.
—Sea quien sea, tendrá lo mejor del mundo. Lo juro.
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