Mundo ficciónIniciar sesiónLos días siguientes fueron más duros de lo que imaginé.
La ciudad, tan grande, tan indiferente, parecía tragarse mis intentos de empezar de nuevo.
Entregué currículums en cafeterías, tiendas, hoteles, cualquier lugar que estuviera dispuesto a darme una oportunidad. Nadie llamó.Dormí en moteles baratos, conté cada moneda, intenté que la pequeña maleta no se convirtiera en un recordatorio constante de lo que había perdido.
A veces el hambre apretaba más que el miedo.
A veces el miedo me despertaba antes que la alarma del teléfono. Cada día parecía un laberinto sin salida.Una tarde, mientras caminaba sin rumbo por una calle que ni siquiera recordaba, la desesperación me golpeó de lleno.
Sentí que mis piernas fallaban, que el mundo se me estrechaba, que las voces a mi alrededor se volvían ecos distantes.Me senté en una banca, respirando entrecortadamente.
Ahí estaba.
La carta. Apretada entre mis manos temblorosas, como si hubiera estado esperando exactamente ese instante.El sobre, amarillento por los años, tenía el nombre que solo mamá usaba para llamarme.
Mis dedos rozaron el borde, sintiendo la textura del papel, la tinta seca, el tiempo atrapado dentro.Nunca había tenido tanto miedo de abrir algo… y al mismo tiempo tanta necesidad.
Sentí un nudo en la garganta.
Una mezcla de esperanza, dolor y un presentimiento que me heló.Con manos temblorosas, rompí el sello.
Deslicé la hoja hacia afuera.
Mis manos temblaban cuando saqué la hoja del sobre y la leí.
Pero lo segundo que cayó sobre mis rodillas fue dinero. Billetes cuidadosamente doblados, como si mamá los hubiera guardado durante años.Sentí un nudo en la garganta.
Mamá había sabido que este momento llegaría. Había sabido que, tarde o temprano, yo iba a necesitar una salida… una oportunidad.La carta que ella escribió estaba ahí, esperándome. Pero su gesto, ese dinero nacido del sacrificio, me bastó para entender lo esencial:
Mamá quería que yo sobreviviera.
….
Tres años después
Condominio Bloque A, nivel cinco.
La casa es muy sencilla, podría ser una vivienda compartida, pero la tengo muy limpia y bien ordenada. Había tapetes de espuma con dibujos de animales cubriendo el piso.Estaba de pie sobre una pierna, la otra la mantenía alzada sobre mi cabeza. Respiraba con calma. El yoga era mi único momento de paz. O eso creía.
La puerta se abrió de golpe.
—¡Mamá! —gritaron tres vocecitas al unísono.
—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mamá! —repitieron mientras corrían hacia mí con sus piernitas regordetas.—¡Esperen, esperen… ahhh! —fue lo último que dije antes de que me tumbaran al suelo.
Tomas salió rodando hasta una esquina, con su carita redonda llena de sorpresa. Liam se subió a mi torso y Stella se sentó en mi cintura.Estaba rodeada por tres pequeños humanos; parecía que crecían directamente de mí.
—Ay… —me quejé al sentarme mientras ellos reían sin parar.
Liam volvió a trepar sobre mi espalda. —Liam, cuidado, puedes caerte. —¡No tengo miedo, soy el mejor guego! —gritó antes de caer de espaldas. —Es “guerrero”, cariño —le corregí con una sonrisa.—¡Mamá, tengo una flor roja! —dijo Stella, mostrándome una flor aplastada.
—¡Es preciosa! —le respondí. —¡Yo también tengo una! —dijo Tomas, acercándome otra. —Mamá, le di la mía a alguien más —murmuró Liam con aire misterioso.Suspiré. Seguramente a alguna niña.
Así era mi vida ahora: tres pequeños soles girando a mi alrededor… y ni un minuto de descanso.Me até el cabello y retomé la rutina.
—¡La leche está lista! —anuncié.Los tres corrieron hacia mí, formándose en fila con sus caritas ansiosas.
—¡Uno! —gritó Liam. —¡Dos! —siguió Stella. —Tres… —murmuró Tomas, siempre el más lento.Les repartí los biberones y se tiraron en el tapete de espuma.
Mientras bebían, sus pequeñas barriguitas subían y bajaban como tres globitos de helio.Y mientras los observaba, sentí ese calor en el pecho. Orgullo. Amor. Exhausto, sí… pero amor puro.
Por supuesto, eso era apenas el aperitivo. Yo no tenía derecho a descansar.
Preparé la cena. Cada uno tenía su plato propio —pequeñito, colorido, con su nombre escrito—. Los serví y todos esperaron, pacientes, hasta que di la señal.
Los vi comer y sonreí. Tres años atrás, jamás habría imaginado esta escena.
En el pasado, mi vida se había salido de control.
Después de que mi padre me echó de su casa, me quedé sin nada. Sin familia, sin hogar, sin rumbo… pero con algo creciendo dentro de mí. Ya sabía que estaba embarazada, y aunque el miedo me consumía, también me negaba a rendirme.Durante semanas pensé qué hacer, sin trabajo y aun estudiando, prácticamente me moría de hambre, hasta que Samantha —una amiga de la universidad— me contó que se marcharía al extranjero para continuar sus estudios.
Aquella conversación encendió una chispa en mí.Si ella podía empezar de nuevo, yo también.
Decidí solicitar una beca. Mis calificaciones eran buenas, y tal vez esa era mi única oportunidad de huir, de construir algo lejos de todo lo que me había roto. Contra todo pronóstico, la obtuve.Samantha y yo partimos juntas, y por un momento sentí que el aire volvía a mis pulmones. Estaba asustada, sí, pero también llena de esperanza.
Una de las primeras cosas que hice al llegar fue ir a una clínica. Necesitaba saber que todo estaba bien.
Recuerdo al médico mirándome con una mezcla de sorpresa y ternura antes de hablar. —No es un bebé —me dijo—. Son tres.El mundo se detuvo. Sentí que el suelo desaparecía bajo mis pies y todo se volvió borroso. Me desmayé ahí mismo.
Cuando desperté, supe que mi vida nunca volvería a ser la misma.
No podía abortarlos. Eran míos. Mis tres pequeños milagros, aunque no estuvieran planeados.Terminé mis estudios mientras trabajaba de medio tiempo con un vientre que crecía demasiado rápido, y cuando me gradué, di a luz a tres bebés hermosos.
Liam y Tomas, los varones.
Y Stella mi chica traviesa.
Tres perfectamente caóticos.
Las cosas no fuero mucho mejor que eso, sin nadie que me ayudara y con tres bocas que alimentar, no tuve otra opción.
Cuando mis hijos cumplieron tres años, regresé a Canadá con el poco dinero que me quedó de la herencia de mamá, aquel sobre que me llevé cuando salí de casa, en realidad contenía la cantidad de cincuenta mil dólares, más la ayuda de la familia de Samantha que me ofreció, acompañada de la promesa de que algún día se los devolvería.
Lamentablemente, esos recursos se estaban agotando, y debía encontrar la manera de sacar adelante a mis pequeños, sin importar lo que hiciera falta.
Y ahí comenzó mi verdadera batalla: trabajo, pañales, biberones, cuentas, noches sin dormir…
La fórmula que a otros bebés les duraba una semana, a nosotros nos duraba un día.
A veces bromeaba conmigo misma: ese Stripper no solo era un genio en la cama, también tenía habilidades de reproducción sobrehumanas.
Trillizos. ¡Trillizos!
Tal vez si regresaba al extranjero sería más fácil…
Envié más de veinte currículums a diferentes empresas. Ninguna respondió. Estaba a punto de rendirme cuando el teléfono sonó.
Número desconocido. Dudé un momento antes de contestar.
—¿Hola?
—¿Hablo con Maya? Llamo desde la estación de televisión SK. ¿Podría venir mañana?
Me quedé muda por un segundo.
—¡Por supuesto! —respondí con una voz que temblaba de emoción.
—Perfecto, la esperamos al mediodía.
Colgué y abracé el teléfono contra el pecho. Si conseguía ese trabajo, tal vez por fin podría mantener a mis hijos sin preocuparme todos los días.
Mientras otros soñaban con éxito, fama o viajes, mi único sueño era poder comprar suficiente comida para mis pequeños. Y rezaba con nerviosismo para que la entrevista de mañana saliera bien.







