Pedro se mostró contento de que nos fuéramos antes de que se armara el embotellamiento cotidiano a la salida del cerro. La ruta no estaba muy cargada y en cuarenta minutos estábamos en el centro. En la oficina, encontré a Mauro explicándole a Majo algo sobre una cuenta, sentados con las sillas pegadas y perdiendo más tiempo en mirarse que en prestar atención a la cuenta. Me obligué a contener mi impaciencia, pero Majo notó que me pasaba algo. Alegué cansancio, aun sabiendo que no me iba a creer del todo.
Acepté el mate que me ofrecía Mauro para hacerse el buen yerno. —¿Querés que te lleve a casa, nena? —ofrecí.
Ella vaciló. Mauro asintió sonriendo, subiendo la apuesta a yerno virtuoso.
—Es que ahora empieza a entrar gente a comprar —dijo Majo—. Si no te molesta, prefiero quedarme a ayudar.
Señalé