El día siguiente fue especialmente emocionante para Lizzy. Se levantó temprano, preparó sus cosas, se cambió con esmero y bajó a desayunar. Como era habitual, Federico sería quien la llevaría a la universidad.
Él, en silencio, observó cada detalle. Sus ojos azules se posaron en el suéter que ella había elegido: una prenda sencilla pero entallada, que insinuaba sin intención el prominente busto de Elizabeth. Aquello le molestó. Se contuvo, como venía haciéndolo últimamente, pero la sola idea de que otro hombre posara los ojos sobre su esposa le revolvía el estómago.
—¿No tienes hambre? —preguntó Lizzy, notando que él no tocaba su desayuno.
—No me siento bien. Tal vez algo que comí anoche me cayó mal... No te preocupes —respondió, sin levantar la vista.
Ella hizo una mueca y le tomó la mano con suavidad.
—Si no te sientes bien, ¿por qué no te quedás en casa? Puedo ir en mi auto... o Jeffrey puede llevarme.
Federico la miró, y sus ojos azules se oscurecieron. La tormenta era inminente.
—D