Federico llegó antes del amanecer a la mansión. El silencio era sepulcral. El ama de llaves aún no se había levantado y el personal de servicio regresaría recién por la tarde. Miró a su alrededor: la quietud lo incomodaba.
Subió rápidamente a su habitación. Abrió la puerta con brusquedad. El sol apenas asomaba por el horizonte, y la escasa luz dibujaba la silueta de la cama… vacía.
Un escalofrío le recorrió la espalda.
Encendió la luz de inmediato. Todo estaba impecablemente ordenado y limpio. Caminó con paso firme al vestidor de Elizabeth. Observó la ropa colgada y notó que faltaban varias cosas. Se llevó ambas manos a la cabeza y luego se sujetó la nuca, como intentando detener el vértigo que comenzaba a crecer dentro de él.
Volvió al dormitorio, escaneó el tocador... y ahí lo vio. Algo brillaba con la luz del amanecer.
—El anillo... —murmuró, respirando profundo, intentando controlar la tormenta que se gestaba en su pecho.
Comenzó a dar vueltas por la habitación, agarrándose la cabe