Vanesa nunca fue ingenua. Ni cuando eran adolescentes, ni ahora que la vida las había obligado a crecer de golpe. Siempre había tenido un don especial para ver lo que otros pasaban por alto. Para leer entre líneas. Para entender lo que se ocultaba detrás de una mirada esquiva o de un silencio demasiado largo.
Desde que Alejandra regresó a España, había estado observándola con una mezcla de cariño, inquietud y creciente sospecha. Al principio pensó que era el cansancio, el jet lag, o incluso el estrés de volver a una vida que había dejado en pausa. Pero con el pasar de los días, algo en ella cambió.
Había un brillo extraño en su mirada, una sombra en su sonrisa. Se tocaba el vientre sin notarlo, como si sus manos buscaran consuelo en algo que solo ella podía sentir. Evitaba hablar de Matías, desviaba el tema con frases vagas o bromas poco graciosas. Y, en los últimos días, pasaba demasiado tiempo encerrada en el baño, saliendo con los ojos perdidos, como si hubiese estado enfrentándose