Alessandro llegó al viñedo con una mezcla de ansiedad y expectativa que no lograba controlar. Cada paso sobre la grava resonaba en sus oídos, como un recordatorio de la distancia que debía mantener. Sus pensamientos vagaban hacia Rose: la playa, el sol cayendo, la calidez de su abrazo, la risa que aún podía escuchar en su memoria. Todo eso le producía una mezcla de nostalgia y deseo que le resultaba casi insoportable.
Al entrar en la sala, se encontró con Lorenzo, ya de pie, sonriendo con confianza mientras desplegaba una bandeja cuidadosamente preparada: café recién hecho, croissants dorados y un pequeño jugo de naranja fresco. Lorenzo era imposible de ignorar: su cabello rizado, color canela, sus pecas sobre la nariz y los pómulos, la elegancia natural de su postura, y el traje ajustado que delineaba un cuerpo claramente trabajado, lo hacían parecer salido de un cuadro. Su presencia llenaba la habitación.
—Buenos días, Rose —dijo Lorenzo, con su voz cálida y un guiño ligero—. Traje