El día amaneció claro, pero Alessandro apenas notó la luz del sol. Mientras conducía hacia el viñedo, su corazón latía con fuerza inusual, y un nudo de emoción le apretaba el pecho. Por primera vez en meses, sentía algo que no podía ignorar: nervios, anticipación, un deseo que lo hacía inquieto, casi vulnerable. Todo por una sola persona: Rose.
Se detuvo un instante antes de entrar a la sala de reuniones y cerró los ojos. De repente, el recuerdo apareció con una fuerza que lo hizo retroceder en el tiempo.
La brisa del mar golpeando suavemente sus rostros, la arena tibia bajo sus pies, el olor salado mezclado con la esencia de ella. Estaban abrazados, Rose apoyando su cabeza en su pecho, y él rodeándola con los brazos como si pudiera protegerla del mundo entero. Sentía el ritmo de su corazón, la suavidad de su cabello sobre su hombro, la calidez de su piel contra la suya.
—No te vayas —había susurrado ella entonces, con esa voz dulce que aún podía escuchar en su memoria.
—Nunca —respon