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Capítulo 6. Casi un lamento.

«Duerme, Catalina...» Esa frase sonaba en mi cabeza, abriéndose paso a través de una niebla espesa y pegajosa contra la que luchaba con todas mis fuerzas.

No sabía cuánto tiempo había pasado desde entonces ni dónde me habían llevado. El tiempo se había vuelto tan escurridizo como arena entre los dedos.

Pero una cosa era clara: me estaban drogando. Tenía que ser eso. Esa era la única explicación posible para esta incapacidad de pensar con claridad y para esta pesadez que me invadía todo el cuerpo y la mente.

Mis labios se sentían como papel de lija y mi garganta era un desierto reseco que clamaba por una gota de agua.

Forcejeé, intentando aferrarme a la conciencia, luchando contra esa bruma traicionera que amenazaba con arrastrarme de nuevo al olvido, a ese mundo de sueños forzados y sin sentido.

De nuevo, el tiempo había desaparecido. No sabría decir cuánto tiempo había pasado, si segundos, minutos, horas o incluso días, pero por fin mis párpados obedecieron y se abrieron.

Mantener los ojos abiertos era una batalla, un esfuerzo titánico, pero la necesidad de escapar, la urgencia de encontrar una salida, era una fuerza mucho mayor. Deslicé la mirada por las cuatro paredes de la habitación.

La visión era borrosa, como si mirara a través de un velo sucio, pero aun así busqué desesperadamente alguna ventana, cualquier resquicio que me devolviera la libertad.

Un gemido ahogado escapó de mis labios cuando la cruda realidad me golpeó: no había ventanas. Estaba completamente aislada, sin forma de saber si afuera reinaba el sol o la oscuridad de la noche. La desesperación comenzó a arañar las paredes de mi mente.

Las lágrimas no cesaban, eran un río salado de impotencia, dolor y miedo que empapaba mi rostro. Deseaba con todas mis fuerzas despertar y que todo aquello desapareciera como un mal sueño.

Pero el recuerdo de la fría y cruel sonrisa de mi tío Tobías me gritaba que aquello era real, horriblemente real. Podía entender, a su manera retorcida, el odio que sentía por mi madre.

Al fin y al cabo, según él, ella me había abandonado por un don nadie y luego había muerto. Pero ¿por qué ese odio visceral hacia mí? No solo era hija de Sofía, también llevaba su sangre, la sangre de los Praga. ¿Por qué no podía quererme? ¿Por qué su odio era tan profundo y enfermizo que lo había llevado a secuestrarme? Y la pregunta que más me aterraba formular, la que resonaba con un eco helado en mi mente, era... ¿Con qué fin? ¿Qué pretendía hacer conmigo?

«¿Por qué me haces esto, por qué?», susurré, la voz apenas un hilo en la oscuridad. «¿Me aparté de tu vida cuando me echaste a la calle? ¿Qué fue lo que te hizo venir por mí?

Las preguntas danzaban en mi cabeza sin encontrar respuesta, solo un eco amargo de mi propia voz. Nunca creí que pudiera existir un dolor más amargo que sentir el abandono del hombre que debía protegerme mientras mi padre estaba ausente.

Jamás imaginé que se le podía hacer tanto daño a una persona inocente por los errores de otra persona.

Nuevas lágrimas resbalaron por mis mejillas, pero esta vez las sequé con rabia.

En lo más profundo de mi corazón, presentía que nada podría librarme del destino que mi tío había trazado para mí. Sin embargo, no pensaba rendirme sin luchar. Me tenía a mí misma. Y por mí, solo por mí, valía la pena luchar hasta el final.

Escapar... Era una idea, una chispa de locura en medio de la oscuridad, pero prefería esa chispa a la quietud de la resignación. Era un acto de valentía desesperada, lo sabía.

Mi mente estaba confusa por momentos; los efectos de la droga aún me nublaban, pero sentía que la claridad volvería, tarde o temprano.

Tenía que creer en ello. El sonido metálico de unas llaves girando en la cerradura me puso en alerta. Cerré los ojos instintivamente, fingiendo un sueño profundo.

Necesitaba información. Tenía que saber dónde me tenían encerrada y, sobre todo, qué planeaban hacer conmigo. Cada segundo de simulación era crucial.

—¿Cuánto tiempo crees que podrás seguir fingiendo? —dijo una voz femenina, tan cerca que me sobresalté, aunque me esforcé por mantener los ojos cerrados.

—¿Quieres jugar? —continuó, y antes de que pudiera descifrar sus intenciones, un escalofrío me recorrió todo el cuerpo: agua helada... ¡Dios, qué fría estaba! Cayó sobre mí como una cascada, empapando mi ropa y calándome hasta los huesos. El grito que luchaba por salir de mi garganta se escapó en forma de un jadeo ahogado. La farsa era insostenible.

—¿Creí que estabas dormida? —dijo la mujer, con un tono que mezclaba burla y algo más oscuro.

Abrí los ojos, temblando de frío y rabia, y la miré. Era una mujer de rostro bonito, sí, pero sus ojos... En ellos solo vi frialdad y una maldad latente que me heló el alma.

—¿Por qué estoy aquí? —pregunté, superando por un momento la necesidad de saber. La pregunta salió casi como un lamento.

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