La madrugada era espesa y sin estrellas cuando Sariah sintió una presencia nueva acercándose al templo. El viento no la anunciaba, pero el Árbol del Tiempo sí. Una de sus ramas más antiguas vibró con una nota baja, como una campana amortiguada. No era un aviso de peligro, sino una advertencia antigua: algo viene… que no ha pisado estas tierras en siglos.
Sariah descendió sola por el sendero de piedra. Vestía una capa azul oscuro, sus dedos rodeaban el bastón de memoria. Nadie debía acompañarla. Algo en su sangre le decía que esta aparición estaba atada a ella directamente.
Al llegar a la colina de los primeros guardianes, lo vio.
Un hombre, de pie, envuelto en una túnica gastada, bordada con símbolos de una lengua que ya no se enseñaba. Su cabello era oscuro con mechones blancos a los lados, y sus ojos… eran dorados como la luna eclipsada.
No había duda. Era un lobo ancestral.
—¿Quién eres? —preguntó Sariah con tono firme, sin agresión.
—Uno que debió morir hace siglos, pero no lo hiz