—Lucas... —susurró Helena con los ojos anegados en lágrimas, y en un instante se lanzó a sus brazos.
Detrás de la puerta, Mariana se quedó de piedra. Sintió cómo la sangre se le iba del rostro, porque de repente lo recordó todo con claridad.
En su vida pasada, Lucas le había dicho que había preparado unas vitaminas "especialmente para ella".
Mariana, ingenua, se alegró pensando que era una muestra de cariño y, sin dudarlo, las tomó cada día.
Pasaron los años de matrimonio y nunca hubo hijos.
Fueron a hacerse estudios, y los resultados dijeron que el problema estaba en un desajuste hormonal de ella. Entonces empezó el calvario: inyecciones para inducir la ovulación, una tras otra. El vientre lleno de moretones, el cuerpo hinchado por los efectos secundarios... y aun así, el embarazo nunca llegaba.
El médico incluso insinuó que quizá algo en su alimentación o en los suplementos estaba interfiriendo. Mariana le dio mil vueltas al asunto, pero nunca llegó a sospechar de esas vitaminas que el propio Lucas le daba.
Ahora todo cobraba sentido.
Mariana retrocedió un paso, tambaleándose.
Lucas... qué corazón más cruel el tuyo.
—¿Señorita Oliveira? —la sorprendió la voz del guardaespaldas de Lucas, sacándola de sus pensamientos.
Sin mirarlo, le puso en la mano el anillo de la familia Ramos.
—Entrégaselo a Lucas.
Después se dio la vuelta y se marchó, sin mirar atrás.
***
Ese mismo día era el cumpleaños de Mariana.
Y aunque nunca fue de reuniones, esta vez organizó una gran fiesta de despedida con sus amigos más cercanos, sabiendo que pronto se marcharía.
Lo que nunca se imaginó fue que Lucas aparecería... y encima con Helena a su lado.
—Aquí tienes tu regalo —dijo Lucas con desgano, tirándole una cajita.
Al abrir la caja, Mariana encontró un anillo de diamantes: el mismo de su vida anterior.
Qué ironía: ese anillo que para cualquiera significaría una propuesta de matrimonio, Lucas se lo daba como un simple regalo de cumpleaños. Era como si casarse conmigo fuera un favor que me estaba haciendo.
En la otra vida, Mariana había llorado de emoción al recibirlo.
Ahora, en cambio, no dudó en devolvérselo.
—¿No recibiste lo que te mandé con tu guardaespaldas?
Si había visto el anillo familiar que ella le entregó, debía comprender que no pensaba casarse con él.
Lucas, visiblemente molesto, la interrumpió de inmediato:
—Ni lo abrí. Ya te lo dije: no necesito nada. No tienes por qué darme regalos.
Mariana guardó silencio un instante.
Entonces lo entendió. Lucas ni siquiera había mirado la bolsa. Seguro pensó que era un presente más y lo dejó tirado en algún rincón.
Y de golpe, un recuerdo amargo la atravesó: en la vida pasada, cuando tuvo que ordenar las pertenencias de Lucas tras su muerte, había encontrado en el sótano decenas de cajas cubiertas de polvo.
Ahí estaban todos los regalos que ella le había hecho a lo largo de los años: el collar que talló con sus propias manos para su cumpleaños veinticinco; la pulsera con cruz que consiguió después de rezar tres días seguidos en la iglesia, cuando él enfermó a los treinta y tres; el frasco de perfume que elaboró tras un año entero de estudio, con la esperanza de aliviarle las migrañas a los cuarenta.
Todo eso, arrumbado como si no valiera nada, reducido a polvo en un rincón olvidado.
Y lo que más dolía era la comparación: mientras sus obsequios dormían cubiertos de polvo, los origamis baratos, una corbata cualquiera o una simple nota escrita por Helena estaban guardados bajo llave en su caja fuerte.
Con una sonrisa amarga, Mariana decidió no dar más explicaciones y volvió con sus invitados.
La fiesta seguía su curso sin mayores incidentes, hasta que, de pronto, Helena se desplomó en brazos de Lucas.
—Lucas, me siento mareada —susurró ella con voz débil.
La cara de Lucas cambió de golpe, se le nubló la mirada.
—¿Será que comiste algo en mal estado? Te llevo al hospital ahora mismo.
Sin darle opción, la alzó en brazos y salió con prisa.
Mariana los miró con un nudo en el pecho. Aquello la irritaba, pero tenía claro que como anfitriona no podía desentenderse: si a Helena le ocurría algo en su fiesta, todos los dedos la señalarían a ella. Así que fue tras ellos.
Al llegar al Bentley negro de Lucas, Mariana escuchó la voz entrecortada de Helena, cargada de debilidad y deseo:
—Lucas, me muero de calor...