-Buenos días, Rebeca.

Por un momento parecía que el mundo había dejado de girar o quizás que solamente giraba en torno a ellos.

Alejandro, que la estaba esperando cerca de la puerta, se inclinó ante ella para darle un beso en la mejilla y su mano, que estaba apoyada en el hombro de su paciente, se fue deslizando hasta quedar detrás la nuca.

Fue cuando se dio cuenta de lo que estaba por hacer.

Ya no podía disimular.

Se alejó y pegó la vuelta a su escritorio, sentándose en su cómodo sillón, pero en ese momento, no pudo apreciar su comodidad.

Aturdida y sin decir palabra, Rebeca se sentó en una silla, quedando frente a su psicólogo.

Estaba ruborizada, pensó que él quiso ser protector o quién sabe qué, ella no estaba acostumbrada a demostraciones de cariño, pero su rubor se debía a lo que sintió en el momento en el que él se acercó, tuvo ganas de que Alejandro la besara, de que la acariciaba como la acarició aquella noche el padre de su hijo.

Alejandro abrió su computadora y pretendió bus