Aaron
Sus labios aún arden contra los míos cuando levanto lentamente la cabeza, sin soltarla. Mantengo mi frente pegada a la suya, mis dedos aún anclados en su nuca, como si esa presión fuera suficiente para recordar al mundo entero que ella está bajo mi yugo.
A nuestro alrededor, la sala ya no se atreve a respirar. El silencio no es tal: es un trueno contenido, un retumbar mudo de corazones apretados, de miradas celosas, de bocas abiertas. Todos esos rostros fijos en nosotros, suspendidos entre la indignación y la envidia, me embriagan. Lo siento, lo respiro, y es una embriaguez más poderosa que el vino más raro.
Mantengo su nuca en mi mano, su piel palpitante bajo mis dedos. No puede escapar de mí. Su respiración entrecortada, su mirada huidiza, el fuego de sus mejillas… cada signo de su desasosiego es mi trofeo.
Y yo, no miro a Fleure. No. No aún.
Miro a la sala.
Sus ojos son espejos rotos: deseo turbio, odio contenido, fascinación enfermiza. Algunos desvían la mirada como si mi ge