En el departamento de Gema, todo era un caos. Los hermanos no sabían cómo consolar a la pequeña Leía, cuyo llanto ahogado les arrugaba el corazón. La niña, acurrucada en la cama, se aferraba a su unicornio de peluche; a duras penas lograron que comiera algo. Entre sollozos, gemía:
—Mamá... mamá... quiero a mi mamá. ¡Mamá, ven por Leía! —Miró a Gema con los ojitos cristalinos y, con voz hiposa, balbuceó—: Tía mami me dijo que iba a ir al cielo. Tía mami ya no me quiere, porque no me llevó. Leía se porta bien. Tía, llévame con mami.
Cada palabra arrancaba a Bruno un jadeo silencioso. Intentó acercarse, pero ella se encogió, enterrando la cara en el peluche.
—Mi amor hermoso, ya no llores más. Mami ya no está con nosotros, pero te quiere mucho y te mira desde el cielo con mucho amor —murmuró Gema, acariciando los rizos despeinados de la niña, aprovechaba que no la esquivaba a ella—. Tu papá te ama mucho, y tía Gema también te ama.
—Tía mami ya no va a volver por Leía. Dile que venga por mí. —su voz era casi un susurró ahogado.
—Ay, mi pequeña, qué más quisiera yo que traerte a tu mami, pero ella ya no estará con nosotros. Pero tienes a papá Bruno, que cuidará de ti igual como lo hacía tu mami.
—Leía extraña mucho a mami —sus lágrimas empañaban su pequeño rostro.
Bruno se reclinó contra la pared, con la tristeza grabada en su mirada. Su corazón se contraía en su pecho; desde la muerte de su padre, no experimentaba un dolor emocional así. Quería acercarse a su hija y consolarla, pero no entendía por qué su propia hija lo rechazaba, ni cómo afrontaría esa situación sin Lena. Finalmente, el cansancio venció a Leía, que se durmió con las mejillas brillantes por las lágrimas.
Gema se levantó del borde de la cama, cubrió a la niña con una manta y tomó a su hermano de la mano. Salieron en silencio hacia la cocina. Mientras Gema ponía a funcionar la cafetera, Bruno se dejó caer en un banco, con la cabeza entre las manos.
—Me parte el alma ver a mi sobrina así. Tenemos que tener paciencia —susurró su hermana, sacando dos tazas de la alacena—. Mañana, antes de viajar a Boston, iré con la neuropediatra de Leía, para que nos dé herramientas para ayudarla.
—¿Qué herramientas? —Bruno frunció el ceño con miedo—. ¿Está enferma?
Gema respiró hondo y, mientras colocaba café en la cafetera, respondió:
—Lena, antes de su fallecimiento, me confesó algo. Leía tiene un trastorno del neurodesarrollo: posiblemente TDAH.
El aire se le atoró en el pecho de Bruno mientras pensaba: "¿Qué enfermedad es esa?". Sus dedos nerviosos apretaban su cabello con desesperación, tratando de entender esas palabras.
— No es una enfermedad ni un defecto. Es una condición que hace que su cerebro funcione distinto —continuó Gema, girándose hacia su hermano, podía ver el pánico en sus gestos—. Es como un ordenador con otro sistema operativo. —Intentó sonreír, forzando un tono ligero—. Quizá sea la próxima mandona que lidere a la familia Barken, ¿eh?
A Bruno no le causó gracia el comentario de su hermana. Al contrario, su ceño se profundizó.
—Iré contigo a esa cita. Necesito entender cómo protegerla. Ahora que Lena no... —La voz se le quebró. Todavía no podía aceptar que Lena ya no estaba en este mundo, ni perdonarse por no haber llegado a tiempo para protegerla.
Gema se encogió de hombros, dejando escapar suspiros intermitentes para darse ánimos. No podía derrumbarse delante de su hermano. Sabía que ese roble, fuerte en apariencia, se resquebrajaba por dentro.
—Verás que pronto se acostumbrará a nosotros y sabrá afrontar esta tragedia, como lo hicimos nosotros cuando perdimos a mamá y papá.
—No compares —gruñó él, con voz desgastada—. Mi pequeña perdió a la única persona que conoció desde que nació. Me preocupa que eso que dijiste empeore y que yo no sepa cómo ayudarla. —La voz le tembló—. ¿Y si nunca soy suficiente para ella? Yo... solo… quiero protegerla, pero no sé si podré ser un buen padre.
—Ay, hermanito, no te derrumbes ahora —Gema se acercó, y él la abrazó por la cintura.
Con lágrimas rodando por sus mejillas, Bruno temía esa vida nueva que tendría que afrontar al pisar Boston. Le aterraba la idea de criar a su hija sin su madre, sin aquella mujer que había extrañado tanto y que, demasiado tarde, comprendió que amaba.
A la mañana siguiente, acudieron al consultorio de la neuropediatra de Leía. La doctora, después de escuchar sobre el fallecimiento de Lena y examinar a la niña, la llevó a una sala de juegos. Luego, se sentó frente a Bruno y Gema:
—Leía es neurodivergente, señor Barken. No hay cura porque no es una enfermedad. Su mente procesa el mundo de manera única: los sonidos le parecerán más fuertes, las texturas pueden molestarla y las emociones a veces serán un huracán.
Bruno miró por la ventana. Leía estaba en la sala, construyendo un castillo de legos con precisión. En ese momento estaba descubriendo lo meticulosa que era su hija.
—Necesitará rutinas claras, terapia de lenguaje, terapia ocupacional y, ahora sin su mamá, mucho amor y seguridad —continuó la doctora—. No la fuercen a ser "normal". Ella es perfecta así.
—Pero... ¿y si la rechazan? Tiene cuatro años. Al llegar a Boston, tendrá que ir al colegio —masculló Bruno, imaginando burlas de otros niños.
—Por eso está usted. Para reforzar su inteligencia y enseñarle que ser diferente no es malo.
Gema le apretó el hombro y, girando la mirada hacia su sobrina, susurró con un brillo de admiración en los ojos.
—¿Ves eso, hermanito? Ese puzzle que a nosotros nos tomaría minutos, ella lo resolvió en segundos. Rayos, te ganó en inteligencia.
Ese comentario de su hermana le robó una sonrisa. Era cierto: la niña encajaba las piezas con una seriedad que a Bruno le provocaba pequeños corrientazos de alegría en el corazón. Ahí estaba su hija: brillante, frágil y suya.
—¿Por dónde empezamos para que sea feliz? —preguntó él con voz ronca.
La doctora le entregó un cuaderno con pictogramas para rutinas y ejercicios sensoriales.
—Empiece por abrazarla cuando ella lo permita. Y trátela como a una niña normal. No se rinda ni pierda la paciencia cuando la niña esté estresada y entre en crisis.
Al salir del consultorio médico, Gema llevaba a Leía de la mano. Antes de subir al auto, Bruno se arrodilló frente a su hija.
—¿Te gustan mucho los legos, princesa?
Ella, por primera vez, lo miró a los ojos. La intensidad de esa mirada le estremeció el corazón.
—Sí. Mamá me compraba muchos de unicornios, princesas, mariposas y flores.
—Cuando lleguemos a casa, iremos a comprar todos los que quieras —prometió, tragando saliva para no quebrarse.
La carita de Leía se iluminó. Bruno extendió los brazos:
—¿Me das un abrazo? Soy tu papi, y te prometo que no te dejaré sola mientras viva.
La niña dio unos pasos y se dejó envolver. Sin ella estirar sus bracitos.