Ricardo se despidió de sus sobrinos con una palmada tranquilizadora en el hombro de Guillermo.
—No se preocupen por sus otros tíos —dijo en voz baja—. Encárguense de su madre. Y Guillermo, sobre el doctor Lombardi... no te preocupes. Si ese hombre está en este planeta, lo voy a encontrar.
Salió del hospital sintiendo el peso de treinta años de remordimiento. La imagen de Emilio, con los ojos de Luca Bellini, lo perseguía.
Condujo su auto alquilado a su departamento privado en Polanco. Era su refugio en la ciudad, un ático silencioso que pocos conocían. Le había pedido a Alessandro Bellini que se vieran allí, lejos de cualquier oído indiscreto.
Al entrar, encontró a su amigo de pie junto al enorme ventanal que dominaba el parque. Alessandro se giró, su rostro sombrío.
—Ricardo —saludó—. Acabo de leer la noticia completa. Es... una tragedia.
Ricardo no dijo nada. Pasó de largo, se aflojó el nudo de la corbata con un tirón brusco y fue directo a la c