Apenas subió al auto, Lucía me miró de reojo, con esa sonrisa característica suya que nunca anuncia cosas inocentes.
—¿Todavía estás… incómodo? —preguntó en voz baja, casi en susurro de complicidad.
Por supuesto que entendí a qué se refería. La noche había caído por completo, y en el interior del auto solo estábamos ella y yo, envueltos en una intimidad que se volvía cada vez más intensa con cada segundo.
Sin necesidad alguna de más palabras, me incliné hacia ella y nuestros labios se encontraron con una urgencia contenida. Nos besamos con fuerza, como si el tiempo que habíamos estado separados se desapareciera en ese mismo instante.
Después de separarnos por un momento, ella me miró con los ojos entrecerrados, todavía con la respiración agitada:
—Aquí no es seguro —dijo con un tono de voz apresurada:— Busca un lugar donde nadie nos interrumpa.
—¿A las afueras?
—No. A mi casa… ¿Te atreves?
No era cuestión de valor, sino de memoria. Volver a esa casa era volver al terreno de Raúl. Y a