Estaba furioso. Saqué el celular de inmediato con la intención de llamar a mi cuñada y explicarle que no pensaba seguir viviendo en este lugar.
Pero antes de que pudiera siquiera marcar un número, Alicia me lo arrebató de las manos con rapidez.
—No hace falta que digas nada. Esta es mi casa. Si quiero que te quedes, te quedas. Si quiero que te vayas, te vas y punto.
Contuve la molestia que me recorría por mi cuerpo y, con voz contenida le respondí:
—Está bien, me iré. Ahora devuélveme mi celular.
—No. Primero ve a hacer tu maleta, no quiero que te arrepientas después.
Me hablaba como si yo fuera una persona sin palabra, como si fuera un cobarde incapaz de sostener mi decisión.
Y lo más absurdo de todo era que el verdadero miserable en este lugar era su marido, Zorath. Pero en vez de enfrentarlo, ella se arrastraba detrás de él sin mostrar rastro alguno de dignidad, mientras que conmigo, se daba el lujo de imponer su autoridad como si tuviera algún tipo de poder sobre mí.
No pude evitar